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Por Publicado el: 15/05/2025Categorías: Noticias

Fallece Luigi Alva, fiel exponente del cantar bonito

Luigi Alva, fiel exponente del cantar bonito

El tenor peruano, descendiente privilegiado de una noble estirpe canora que arranca, en su país, con Alejandro Granda, nos ha legado una serie de grabaciones indispensables, que van más mucho allá de sus conocidas contribuciones rossinianas. Fallecido ahora, a los 98 años, en Italia, Luis (o Luigi) Alva cultivó una manera de cantar que privilegia siempre la belleza, puesta al servicio esencial de la palabra.

Luigi Alva marcó una época para los tenores latinoamericanos

Luigi Alva marcó una época para los tenores latinoamericanos

Algunos creen que Perú es tierra de grandes tenores a partir del hallazgo de Juan Diego Flórez. Nada más lejos de la realidad. Antes que él ya estuvo su mentor, Ernesto Palacios, heredero a su vez de Luis Alva que, en realidad, no hizo más que seguir los pasos de Alejandro Granda.

Ahora acaba de dejarnos Alva, a los 98 años, según se han encargado de comunicar a los medios sus familiares peruanos. Y en la hora del postrero recuerdo uno, que no llegó a escucharle en vida (a finales de los 70, relata Enzo Valenti Ferro que para este tenor ya había pasado su mejor momento), conserva también algunos propios, derivados de la escucha atenta, siempre cordial, de sus grabaciones, desde la infancia.

Puestos a rememorar, lo primero que me viene a la cabeza son aquellos viejos discos, con la fotografía de la puesta en escena filmada de Ponnelle, de su simpático Almaviva con la recordada Teresa Berganza, inmejorable Rosina.  Cierto que Alva ya había registrado El Barbero de Sevilla con Maria Callas, y hasta otro con nuestra Victoria de los Ángeles, en sus años iniciales. Pero mi primera noticia suya fue de aquel Rossini con Abbado, que también llevaba impreso el sello de Alberto Zedda, íntimo colaborador de su buen amigo, el maestro milanés, en la recuperación de algunos títulos rossinianos, rescatados de dudosas tradiciones espurias.

Al lado de Berganza, Montarsolo, Dara y, en menor medida, Hermann Prey (gran cantante, pero preferible en otros repertorios), despuntaba la voz suave, acariciadora, no demasiado extensa de Alva, un lírico-ligero dotado de un timbre puro, exquisito fraseador, siempre musical, preocupado por la dicción y por eso que siempre ha distinguido a los buenos tenores latinoamericanos (e intérpretes en general del otro lado del charco), cantar bonito (los canarios suelen prodigarlo, también).

Luego ya vendrían los otros Barberos primerizos y una de mis iniciales grabaciones de Don Giovanni (quizá por ello la favorita), la que realizó el inalcanzable Carlo Maria Giuilini con Wächter, Sutherland, Schwattzkopf y, sobre todo, el Leoporello inigualado del eterno Giuseppe Taddei.

Por supuesto también me dejaría aquellas tardes felices, abandonadas las tareas escolares, con el doblemente inmenso Falstaff de Karajan, encomendado a Tito Gobbi. Cuando Alva hizo su debut en el Metropolitan de Nueva York, en el rol de Fenton, alguien escribió: “Suena tan bien como se le ve”. La apariencia también sumaba, ya por entonces.

Pero hay dos registros que, de manera particular, me inculcaron la sana costumbre de apreciar todo lo que viniera de este tenor, bajo un especial interés. Existiendo los Nemorinos canónicos de Schipa, Gigli, Di Stefano, Tagliavini… y más adelante Kraus y Pavarotti, ¿quién podría fijarse en aquellos modestos microsurcos de la EMI en los que el tenor peruano aparecía con la Carteri, de nuevo el inconmensurable Taddei, Panerai y la sabia batuta rectora de Tullio Serafin…?

Escúchese “Una furtiva lagrima”, por favor. Hay algo de la pureza de Gedda en ese tiempo feliz, pero enriquecido aquí por las etéreas brisas mediterráneas de las costas que el peruano alcanzó pronto, con seguridad, para poder desarrollar su prestigiosa carrera en los principales escenarios europeos y del nuevo mundo.

Su tierna, diáfana interpretación, el absoluto respeto de las indicaciones, la naturaleza ensoñadora de su canto se impone sobre los defectos conocidos (la debilidad de las notas altas) para ofrecer un instante de cautivadora belleza. Algo que se antoja único e inalcanzable para otros instrumentos mejor dotados y suculentos, quizá más ricos pero menos atentos a la esencia de la sublime expresión, aquello que parece que no pueda decirse de otra manera.

luigi alva con Teresa Berganza

Luigi Alva con Teresa Berganza

Estaban además los registros de otros rossinis imprescindibles (La italiana con Varviso y La Cenerentola de Abbado, ambas con su ideal pareja, la Berganza), un temprano Matrimonio segreto; una Alcina junto con la Freni y, de nuevo, Teresa, o aquel espléndido Così fan tutte que dirigió el desaparecido prematuramente Guido Cantelli, al que luego se sumaría aquel que dirigió el coloso Klemperer, entre otros.

Y a pesar de todos ellos, con sus notables logros, hay uno de esos pecados inconfesables o placeres culpables que en mi colección de joyas del peruano ocupa un lugar preponderante, un poco conocido recopilatorio de canciones latinoamericanas, registrado en 1964, con una orquesta londinense que dirigió Iller Pataccini. Sus versiones de pequeñas gemas como Ay, ay, ay, Princesita, Amapola o Estrellita podrían rivalizar seguramente con las más populares debidas a Schipa o Fleta. Desde luego, transmiten idéntico mensaje: no existe empeño menor cuando se trata de realzar el valor de la palabra, imágenes poéticas, más o menos sutiles, convertidas en aire que irradia belleza.

Esa manera de paladear cada sílaba, otorgándole su color preciso de acuerdo con el texto, es representativa de su estilo y clase, que luego ha encontrado a notables seguidores en otros cantantes latinoamericanos. El joven Francisco Araiza lo reemplazó, en su día, cuando Abbado se propuso grabar Cenerentola para el cine (el registro discográfico lo había hecho con Alva). Seguramente le disgustó esa elección, pero en una competición tan dura como resulta la ópera los relevos nunca ocurren a gusto de todos.

Luigi Alva con Teresa Berganza en Youtube

El propio tenor mexicano me relató cómo en sus primeros años en Viena, los seguidores de Alva corrían a pegar carteles con los anuncios de sus actuaciones encima de las de su nuevo compañero. Seguramente sería una exageración, pero en cualquier caso resulta representativa de la pasión con la que en otro momento se llegaba a vivir el género.

El tiempo pasa para todos y hoy pocos se acuerdan de uno y de otro, porque el que se lleva ahora es otro peruano, Juan Diego Flórez. Desde luego, Flórez es ya un artista legendario, pero si uno repasa la carrera de Alva, los proyectos en los que participó, las batutas que lo dirigieron (Karajan, Serafin, Cantelli, Giulini, Abbado, …), no parece que tuviera nada que envidiar, sino más bien todo lo contrario.

Afortunadamente, esos discos que nos lo descubrieron nos seguirán haciendo compañía y quizá sirvan, algún día, para que próximas generaciones, acuciadas por la curiosidad, encuentren en Alva el ejemplo de un artista extraordinario, que abrió la puerta en Europa a los que luego vendrían desde ese otro vasto territorio allende el Atlántico que une La Mancha, como expresaba Carlos Fuentes, para seguir contribuyendo a difundir el canto bonito.

César Wonenburger

Luigi Alva – Ecco ridente in cielo – Il barbiere di Siviglia – Rossini 

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