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Por Publicado el: 16/01/2012Categorías: Diálogos de besugos

Iolanta y Persephone en el Real

Lean lo que en unos medios y otros se ha escrito a raíz del último doble espectáculo en el Real.

Diario Vasco
16/01/2012
¡Cinco millones!
Poner los pies en los aledaños del Teatro Real y los mentideros líricos de la Villa y Corte no tenían otro tema monótono de conversación que las cinco veces mil veces mil de euros que existe de agujero en el coliseo madrileño, en los 16 meses que monsieur Mortier lleva en su rectoría. O sea la misma cantidad, ¡cinco millones!, de parados hay en las Españas. Es de esperar que el nuevo gobierno que dice venir con las tijeras le diga a este belga de Gante, que meta mano, con luz y taquígrafos, para conocer dónde está el colador de grasa en este recinto de ópera; y que el nuevo patronato que se nombre y el recién director general del Inaem pongan las cosas en su sitio y le digan a don Gerard que se acabó el despilfarro, y que los artistas (si por tal se tienen) se hacen grandes cuando con pocos medios se realizan buenas creaciones.
Y entrando en harina no hay ningún sonrojo en sostener que estas dos piezas líricas tienen más de cantatas que de óperas y bien se podían haber representado en versión concierto, pero había que dar parte de nuestro pastel al amigo, desde hace 25 años, mister Sellars, ‘enfant terrible’, talludito, de la escena. Pues mire usted, recibió, al final, aplausos de mera cortesía, cinco bravos vociferantes de cuerpos agradecidos y generoso abucheo y pitidos. Y es que para estas dos obras no se puede tomar el pelo (incluso el suyo hirsuto tipo cherokie) de tal forma, con la misma escenografía consistente en cuatro marcos de puertas, con unas cosas raras puestas en su travesaño superior (tipo mocordos, con perdón), cinco telones de fondo coloreados según la idealización dramática, que subían y bajaban y dos partiquinos -en ‘Iolanta- que manejaban dos focos móviles al estilo de los antiguos candiles de los factores de andenes de la extinta Renfe. Y a saber el dinero que se habrá llevado don Peter. Sin embargo, en la programación de esta temporada óperas como ‘La finta giardiniera’ de Mozart, o ‘Rienzi’ de Wagner, nos las servirán en versión concierto. Esto es un disloque.
‘Iolanta’ es una composición bellísima que estuvo, en términos generales, bien cantada, sobresaliendo de una forma especial el coro y más en el añadido que se le hizo, introduciendo al original el ‘Himno de los querubines’ del mismo Chaikovski y perteneciente a su ‘Liturgia de San Juan Crisóstomo, Op. 41’ que sirvió para alargar la obra y dejarnos una plena emotividad en la gran belleza de este canto coral. En ‘Perséphone’ el único cantante Groves, como Eumolpe, hizo lo que pudo y la actriz Blanc tuvo que hacer su recitado con amplificación, lo que causó el efecto de una dicción francesa defectuosa, mientras cuatro bailarines, tipo balineses, se movían por el escenario. EMC

DOCE NOTAS
Iolanta/Perséphone, la metafísica como frivolidad
Por J. Fdez. Guerra
14/01/2012.- El Teatro Real ha abierto el año 2012 con un esperado programa doble: Iolanta, de Chaikovski, y Perséphone, de Stravinsky. Una sesión rusa cuya escena ha corrido a cargo del magnético Peter Sellars.
El aparato promocional del Teatro Real ha conseguido con asombrosa facilidad colar un mensaje grandilocuente respecto a este doble montaje en los actuales medios de comunicación. “Toda Europa envidia a Madrid por tener a Gerard Mortier”, ha proclamado el joven director musical Teodor Currentzis. U otra perla del mismo director griego afincado en Rusia: “Sellars es un alma gemela de Stravinsky”. Por lo visto el menor sentido valorativo, no ya crítico, ha desaparecido de los medios culturales. Si lo dice el Real va a misa.

Pero, ¿qué contiene este programa que justifique tal exceso? Entremos en materia. Iolanta, es la última de las óperas de Chaikovski. Es sorprendentemente desconocida ya que su calidad musical es la esperable en un compositor tan excepcional como seguro. De hecho, sus otras óperas La dama de picas y Andrea Chenier forman parte del repertorio admitido sin la menor sombra.

En Iolanta, se cuenta la historia de una princesa ciega y de su padre, el rey, que mantiene a su alrededor un círculo de ficción obligada para que la princesa no sea consciente de su desdicha. Finalmente, un pretendiente descubrirá a la princesa aquello de lo que vive privada, fomentando en ella el deseo de ver, argumento decisivo para que un médico árabe la cure y todo acabe felizmente.

Iolanta, muestra algunos pequeños “peros”, aunque no son de calidad o inspiración. Es una ópera algo corta para el estándar del género, pero no es una ópera corta, una hora y media. Es decir, corta para ser larga y larga para ser corta. Puede que algunos consideren esto como un argumento tonto para justificar un cierto olvido, pero me apuesto unas cañas a que no es así. ¿Acaso no es la misma maldición de El castillo de Barba Azul, de Bartók, las óperas de Ravel, De la noche a la mañana y La mano feliz, de Schoenberg, Mavra, de Stravinsky, etc.?

En fin, a la vista de su presentación madrileña, que luego irá a Rusia, Iolanta, es musicalmente formidable; en cuanto a su argumento, tiene sugestiones interesantes que se enmarcan en el simbolismo que se adueñaría del final del siglo XIX y una textura suficiente. Su presencia en el programa doble del Real es, a no dudarlo, el plato fuerte y una grata sorpresa.

Pero, claro, se queda algo corta para los conceptos programadores de un gran Teatro, y además no admite pausa, ya que la peripecia transcurre de un tirón y con un arco dramático musical perfectamente trazado. En esos casos se justifica el programa doble. Y aquí empiezan los problemas. Como se trata de una coproducción con Rusia, se imponía otro compositor ruso (¡qué lástima no haberla emparentado con el Barba Azul bartokiano, otro itinerario de la oscuridad a la luz, otro magnífico arco dramático musical, otra ópera de espeluznante efecto en vivo, como ha mostrado hace poco Esa Pekka Salonen en Madrid!).

Hacia Rusia con amor
Y la elección ha recaído en Stravinsky. ¿Ruso Stravinsky? Claro, nació allí como Igor Stravinski, pero pasó 69 años fuera de su patria natal. Tras muchos años como apátrida adquirió la nacionalidad francesa en 1936, ya como Strawinski, y luego la americana en 1944, convirtiéndose definitivamente en Stravinsky hasta su muerte en 1971.

Es normal, de todos modos, que la actual Rusia lo reivindique, aunque Shostakovich lo definiera en los cuarenta como el mejor compositor americano. En todo caso, la elección de Stravinsky como compañero de pareja de Chaikovski podría haber sido perfecta en este programa. En efecto, Stravinsky declaró en su momento su amor por Chaikovski cuando esto era una transgresión, mayor aún para un antiguo alumno de Rimski Korsakov.

Tiene, incluso, obras no solo dedicadas al autor de El lago de los cisnes, sino además basadas en materiales musicales suyos, como el ballet El beso del hada. Y de manera muy especial, tiene una ópera corta deliberadamente chaikovskiana, Mavra, una deliciosa adaptación de un cuento de Pushkin. Una ópera que, cuando se estrenó, en 1922 en París, dejó a todo el milieu con el paso cambiado justamente por su reivindicación ferviente de Chaikovski y por una manera de concebir la ópera bufa marcadamente neoclásica.

Mavra es, por su parte, más corta que Perséphone, , más de la mitad de los cincuenta y tantos minutos de esta última. Añadida a Iolanta, hubiera quedado como un postre, eso sí, exquisito y perfectamente acoplado. Además, “Mavra” es otra víctima de los prejuicios programadores que, no se sabe bien por qué, no saben qué hacer con estas producciones de formato irregular. Y además está compuesta y cantada en ruso, mientras que Perséphone, lo está en francés.

Una ópera y una no-ópera
Pero si Mavra hubiera sido la opción ideal, ¿qué pasa con Perséphone, ? La objeción fundamental es que ésta no es una ópera, ni lo pretendió nunca, ni se le acerca. Habrá quien piense que es una objeción académica o de escasa importancia. No lo creo.

Perséphone, nació como un encargo de Ida Rubinstein, una rica activista cultural del entorno francés de entreguerras. Rusa, de San Petersburgo, como Stravinsky, interpretó el Martirio de San Sebastián, de Debussy con un sonoro escándalo, todavía como miembro de los Ballets Rusos de Diaghilev. Tras independizarse del gran patrón, y con más dinero que recursos como bailarina, trabajó con Honegger y realizó encargos como el Bolero, de Ravel, o el ya citado El beso del hada, de Stravinsky. Se especializó en salir a escena con papeles a su medida basados en la recitación y el baile sin grandes exigencias técnicas. Y con ese presupuesto se le ocurrió unir a dos grandes de la época: André Gide e Igor Stravinsky.

El escritor tenía una obra juvenil en el cajón basada en el himno homérico a Deméter, que se ha considerado como el primer poema occidental. Allí se contaba el rapto de la ninfa Perséfona para ser entregada a Plutón, rey de los infiernos. Ida Rubinstein utilizó un argumento infalible para convencer a Stravinsky: 7.500 dólares, los mismos que para El beso del hada de pocos años antes.

El proyecto consistía en una suerte de melodrama con orquesta, coro, un cantante y una parte a la medida de Ida, recitado y mimo, lógicamente como Perséfona. No se había previsto que pasara nada en escena. Y para que no quedara duda, el autor musical publicó un texto en la prensa con motivo del estreno (fundamentalmente para justificar el uso “sui generis” de la fonética francesa que sabía que chocaría al público parisino). Allí, Stravinsky declara sobre Perséphone, : “Es una consecuencia de Oedipus Rex y de la Sinfonía de los Salmos, de un desarrollo total de una serie de obras cuya autonomía musical no se ve afectada en absoluto por la ausencia de un espectáculo escénico. Perséphone, es la manifestación actual de esa tendencia.”

Stravinsky defendía su adscripción a un neoclasicismo riguroso, de una estética fría que congelaba los préstamos estilísticos de un pasado musical erigido en modelo a la vez que material de derribo. Ni la Sinfonía de los Salmos era una misa, ni Oedipus Rex y Perséphone, eran óperas, ni ballets, ni cantatas, ni casi melodramas en un sentido convencional. Estas dos últimas obras eran apenas conciertos con una manifestación escénica hierática, rígida que desplazaba todo el interés y la atención hacia el pensamiento musical y a su tratamiento del pasado como fuente de un nuevo rigor. Para un espectador actual poco dado a las sutilezas, eran la más perfecta plasmación del estilo que hoy disfrutamos y consumimos como Art Decó, el estilo dominante en las décadas de los veinte y treinta del pasado siglo.

El triunfo de Stravinsky consiste en que son músicas no solo perfectas sino con una perennidad asombrosa. Su escucha actual las hace cada vez mejores. Lo que no son, bajo ningún concepto, es óperas; ni siquiera ese Oedipus Rex que también está ganando sitio en los teatros líricos actuales. Y como no lo son, su suplantación crea desajustes que, para mí, son graves. Volveré sobre ello.

Gide y la fonética francesa
Perséphone, se ha convertido en la obra de mayor controversia en el historial de colaboraciones entre Stravinsky y los literatos que trabajaron con él. Sus diferencias a propósito del uso de la fonética francesa y del “machaque” de los versos de Gide por parte de Stravinsky se ha hecho célebre, sobre todo por la completa documentación que ha llegado hasta nosotros y que se encuentra en las publicaciones de escritos de y sobre Stravinsky que su colaborador americano, Robert Craft, ha hecho llegar hasta nuestros días. El resumen es que ambos quedaron molestos del fruto del trabajo en común hasta el fin de sus días.

Sin embargo, a un oyente actual no le concierne ya demasiado esa querella. Le concierne más la blandura de la historia. Pese a que Gide (entonces aún comunista) quiso trasformar la peripecia de Perséfona en un acto voluntario de permanencia en el infierno conmovida por el dolor de los afligidos, el resultado se nos aparece más blando y acaramelado que “vigorosamente político” (como lo ha intentado vender Peter Sellars en sus previos a la prensa).

Y, sobre todo, lo que ablanda esta obra maestra por encima de todo, tiene más que ver con la imposición de Ida Rubinstein que con los versos de Gide, la parte recitada. Y Stravinsky fue consciente siempre de ello, aunque no emita quejas contra su mecenas. Así, en sus entrevistas con Robert Craft, se puede leer esto: “Pregunta -¿Qué opinión tiene en la actualidad sobre el uso de la música como acompañamiento de la recitación (“Perséphone” ) . Respuesta –No me pregunte. Es imposible deshacer los pecados, solo podemos perdonarlos.”

Es una respuesta de una estremecedora lucidez. Porque cuando se escucha, aún hoy, Perséphone, la parte recitada se planta delante de la majestuosidad de una música espléndida y la debilita como solo lo hacen los pecados. Afortunadamente, esas intervenciones recitadas son pocas y no muy extensas. Además, son reflexivas, no admiten la menor acción. En suma, la teatralización de Perséphone, no solo es casi imposible, es que además la debilita, ya que solo lo que pasa en la música es trascendente.

¿Qué pasa en el Real?
Digamos en honor a Peter Sellars que prácticamente no ha intentado convertir Perséphone, en algo teatral en esta versión del Teatro Real. La actriz (Dominique Blanc) dice sus partes con una amplificación que convierte aún en más irreal y fantasmagórica (y no para bien) la parte de la ninfa, mientras que sus supuestas evoluciones en tanto que mimo son sustituidas por un grupo de bailarines camboyanos herederos del destrozo operado por el régimen criminal de Pol Pot. Es una bella metáfora, ya que estos bailarines sí salen directamente del infierno (hay una bailarina que es nieta de una de las pocas supervivientes del exterminio). El resto son abstracciones, los coros y el cantante apenas se colocan en la escena cuidadosamente iluminada y decorada con imágenes visuales poderosas pero insignificantes para hacer que aquello diga algo que no salga de la orquesta.

Pero si Perséphone, no es una ópera (aunque lo diga Soledad Puértolas en el programa de mano), ¿a qué viene su inclusión en este programa y, sobre todo, cómo afecta esto al conjunto?

El primer resultado de ello es que al espectador medio la segunda parte le parece un tostón. Le dicen que es una ópera, porque, si no, no estaría programada en el templo del género, y se encuentra con casi una hora de ceremonia escénica estática, sosa y que prolonga hasta las tres horas un programa que en su primera parte ya ha satisfecho muchas de sus expectativas. Stravinsky, pues, queda a los pies de los caballos por una mala pedagogía o una frivolidad innecesaria. Sobre todo con lo fácil que hubiera quedado una verdadera relación entre Chaikovski y Stravinsky.

Y es que la clave del asunto reside en el aventurerismo de quienes tienen que tomar este tipo de decisiones, que se arrogan la “creación” de valores operísticos, y hacen y deshacen conceptos en base a sus gustos o afinidades artísticas. Queda claro que el juego de metáforas entre los dos títulos elegidos tiene buenas posibilidades de promoción y venta (el itinerario de la oscuridad a la luz, el compromiso hacia el débil, la mentira como razón de Estado, etc.) Pero, la verdad, es que estos conceptos apenas viajan de las intenciones promocionales a la escena.

Lo que está en juego en esta superchería es la dilucidación de lo que es y ha sido la ópera en su difícil tránsito del siglo XX. Y ahí la labor pedagógica de un gran teatro lírico es esencial. La pedagogía no consiste (o no solo) en hacer sesiones de iniciación con “Pedro y el lobo”; consiste, sobre todo, en programar aquellos títulos que plantean conflictos de definición del género. Si el Teatro Real termina programando espectáculos que podrían caber en un festival de artes escénicas con el único valor añadido de que las producciones son caras y lujosas, al menos por comparación al teatro o al ballet; si no se implica en mostrar la crisis de significado de la ópera en su tránsito por el siglo XX, terminará por convertir la institución en algo prescindible, sobre todo ahora que todo el mundo mira lo que se gasta el vecino.

Claro que en Madrid tenemos la inmensa suerte de que Mortier nos ilumina (al menos hasta que tenga otra oferta). Pero cuando se marche, además de que va a hacer mucho frío, tendremos una recesión estética de caballo y una desorientación bastante notable respecto a lo que es o no es una ópera. Y esto no es un hecho baladí, ya que todos quieren morder parte de los medios proporcionados a este aún magnífico teatro. Y entonces nos acordaremos del daño.

Digamos, como colofón, que si se sabe lo que se va a ver, este programa doble tiene riquezas suficientes como para justificar la asistencia. Aparte de las especiales prestaciones de unos intérpretes de los que no suelo decir nada en este blog que no se pretende crítico, la música es excepcional en ambas producciones y éstas son poco habituales, o nada si hablamos de la postrera ópera de Chaikovski.

El Mundo 15/01/2012
En el tibio sopor del duermevela
iolanta
Autor: Chaikovski. / Director musical: Teodor Currentzis. / Director de escena: Peter Sellars. / Protagonista: Ekaterina Scherbachenko. Calificación:
Perséphone
Autor: Stravinski. / Intérpretes: Sam Sathya, Nan Narin. / Escenario: Teatro Real. / Fecha: 14 de enero.

Una función de colegio. Tal parece el criterio seguido por este montaje, basado en unos bastidores de puerta, adornados por puntas de espárragos y alas de ángeles, unos telones que suben y bajan, tras una disposición estática de las figuras, iluminadas frontalmente por los focos de unas supuestas bambalinas, que alguien en ocasiones levanta para dirigir la claridad sobre las manos o la cara del personaje. Se ha debido buscar un efecto desdramatizado, de oratorio o cantata, que pronto resulta monótono y que el público recibió al final con división de opiniones.

Iolanta, es una obra menor. La última ópera de Chaikovski llega con un eco, o una calcomanía, de Eugenio Onieguin, su obra maestra. El eco es débil y la calcomanía borrosa, pero es posible detectar una recuperación de actitudes y personajes, que se visitan de nuevo con la pálida melancolía de las despedidas. Iolanta, la exquisita muchacha ciega, prolonga la delicada sensibilidad femenina de Tatiana; ambas disponen de la misma aya abnegada; y el rey René conserva del príncipe Gremin un similar aprecio por la mujer, mimada como un don de la naturaleza. Pero el sentimentalismo acecha en la historia de la cieguecita que no sabe que lo es, y la música se disuelve a menudo en un almíbar difuso; se empantana sin superar el margen estrecho de un cuentecillo trivial.

Perséphone es todo lo contrario. El propio compositor advertía del peligro de «endulzar el azúcar». Aquí no hay miel ni nostalgia, sino una tensión metafísica, concebido el drama de la existencia como el ímpetu por conciliar la pugna entre la vida y la muerte. Perséfone, hija de Zeus, fue raptada por Plutón, el rey de los infiernos. Pero la reina de subsuelo donde habitan los muertos, al llegar la primavera regresa a la tierra para extender su mirada benéfica en la época de la siembra. Stravinski presenta el hondo conflicto en una forma muy original, combinando el coro, un texto hablado por una actriz, y la intervención de un tenor, armonizados todos por una música con la gravedad de una plegaria más carnal que religiosa.

Reunir en un mismo programa dos títulos tan diferentes tiene garantizado un efecto de contraste. Chaikovski llamó ópera lírica a su llanto de despedida, y Stravinski se atrevió a calificar de melodrama su revisión del mito clásico. Ambos se preocuparon de ilustrar el mismo combate entre la luz y la oscuridad, el día y la noche, el nacimiento y la extinción. La dulce Iolanta recupera la vista, y la encargada de velar por las almas resucita para vigilar que la simiente fructifique.

De todo ello apenas nada se vislumbra en el esquemático montaje, pobre en Iolanta y muy convencional en Perséphone, con su combinación de bailarines tópicos, entradas y salidas del coro y una invisible dirección actoral.

El joven director Teodor Currentzis transmitió con matizado sentimentalismo la música de Chaikovski, que sonó densa y tersa; el acierto no se prolongó en Stravinski, al que faltó nitidez en el trazo y contrastes marcados. Las calidades de Perséphone se vislumbraron tan sólo gracias a los coros; los pequeños cantores de la JORCAM y el titular del Teatro Real. Iolanta contó con un reparto adecuado. De los dos protagonistas, destacó Ekaterina Scherbachenko a pesar de algún apuro en el agudo. Su efusivo enamorado, ocupado en acariciara, a veces se olvidaba de cantar. Álvaro del Amo

ABC
De lo carnal a lo espiritual
ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE
Día 15/01/2012
Tiene mucho por descubrir el espectador que acuda estos días al Teatro Real a ver el díptico formado por dos obras fascinantes: «Iolanta», última ópera de Chaikovski y, por tanto, trascripción de su postrera melancolía, y «Perséphone» de Stravinski, un himno de concentrado clasicismo y severo encanto. Dos mundos, dos estados y dos estéticas pero una sola intención. Eso ha querido el Real y quienes le sirven.

El director Peter Sellars porque es el artífice del espectáculo. Estos días ha reflexionado sobre el mensaje para hablar de la luz como punto de encuentro. Mejor aún, las sombras que de ella nacen y que, en dos dimensiones, dibujan el transcurrir de los personajes en «Iolanta» y, al tiempo, lo mucho que en la obra hay de ausencia, la falta de profundidad. Suena demasiado ideológico pero el resultado llega al espectador. Los abundantes aplausos en el descanso dejaron claro que la desnudez de los objetos escenográficos, las tripas al aire del propio escenario, la simplificación del gesto y del espacio vital, el gradual colorido de lo contemplado, favorecen el siempre deseable tránsito de lo carnal a lo espiritual.

Al fin y al cabo este es el objetivo del arte cuando es verdadero. Por eso también es muy creíble el trabajo de Dmitry Ulianov, cantante de raza y medios, el mejor, sin duda, junto a Alexej Markov. Porque Ekaterina Scherbachenko ha de mejorar. Ya lo hizo ayer tras un principio de afinación desastrosa logrando luego bonitos detalles en lo más lírico («No entiendo tu silencio…»), bien apoyada por su amante, Pavel Cernoch. Y frente a todos ellos otro vínculo en común, progenie de este Real: el director musical Teodor Currentzis, quien comparte la claridad en el concepto, pone orden en los planos, buen ajuste del foso y dibuja la música con gran calidad. La más romántica de Chaikovski, a la que templa con medida efusión, y la más sobria de Stravinski, a la que favorece con su temperamento.

Para qué ocultarlo, «Perséphone» es una debilidad. Pero es que, además, algo hace creer que es en esta obra donde se encuentra el meollo del trabajo de Sellars. Será por la especial coherencia que para entonces cobra el espacio abstracto en el que todo transcurre, por la delicada gestualidad de los bailarines de Camboya que lo decoran, por la siempre polisémica presencia de los personajes duplicados… Y es difícil lograrlo, porque la no ópera de Stravinski deja demasiados flecos en el aire lo que lleva siempre a soluciones poco satisfactorias. Paul Groves, por ejemplo, canta a Eumolpe con efusión, y Dominique Blanc recita a la protagonista con buena cadencia, aunque con fea calidad debido al uso de la amplificación.

EL PAÍS
16/01/2012
En busca de la luz
Las flores desencadenan los conflictos: rosas en el descubrimiento de la ceguera de Iolanta; narcisos como signo del descenso a los infiernos de Perséphone. En la ópera lírica póstuma de Chaikovski se recorre un camino de la oscuridad a la luz; en el complejo melodrama de Stravinski, el itinerario es a la inversa con la consagración de la primavera terrenal como solución de vuelta. El Real podía haber presentado solamente la ópera de Chaikovski: dura hora y tres cuartos con el añadido del coro a capella de los querubines del compositor casi al final. No ha sido así, y a costa de disminuir el triunfo clamoroso con Chaikovski, la apuesta de riesgo con el añadido de Stravinski ha enriquecido la dimensión estética e intelectual del espectáculo. Se pueden encontrar razones y sinrazones para la elección de esta combinación, tanto desde el punto de vista de afinidades temáticas como musicales o escénicas. También habría sido justificable dejar únicamente en el programa la apasionante última ópera de Chaikovski. ¿Habría sido más lógico alterar el orden? Desde el punto de vista del éxito, con toda seguridad, desde la coherencia estética tengo más dudas.

IOLANTA / PERSÉPHONE

Obras de Chaikovski y Stravinski.

Con Ekaterina Scherbachenko y Dominique Blanc.

Director musical: Teodor Currentzis. Director de escena: Peter Sellars. Sinfónica de Madrid, Coro Intermezzo.

Coproducción con el Bolshói de Moscú. Teatro Real, 14 de enero.

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Despertó más entusiasmo la obra de Chaikovski que la de Stravinski

Hace unos días, en unas declaraciones a EL PAÍS, Peter Sellars dejó en el aire una frase inquietante: «La ópera está fuera de control, esa es su belleza». Tiene razón y ha dado buen ejemplo de ello con una trayectoria personal que va desde su trilogía de Mozart-Da Ponte en los campus universitarios estadounidenses hasta su compromiso con la comunidad kurda en Bottrop, en plena Cuenca del Ruhr, gracias a un espectáculo basado en textos de Eurípides. Ha estrenado óperas de autores como Saariaho o Adams. Ha colaborado con Bill Viola en Tristan und Isolde, y ha puesto en pie The rake’s progress, de Stravinski, sobre el telón de fondo de la situación penitenciaria en California. La evolución de su concepto escénico le ha ido llevando a una atención cada vez más predominante a las esencias teatrales. Es lo que se percibe en Iolanta y, con más intensidad si cabe dado su estatismo, en Perséphone. Cuatro puertas, varias piezas escultóricas a modo de alegoría, los colores de fondo desde una perspectiva abstracta para subrayar estados anímicos o la matización sutil desde la iluminación conforman, a grandes rasgos, una concepción escenográfica en función de un trabajo teatral en el que la gestualidad contribuye a una atmósfera ritual, con solistas y coro incorporados a una ceremonia de búsqueda de la luz, en medio de las siempre inquietantes tinieblas. Los cuatro bailarines de Camboya en la obra de Stravinski se integran en una dimensión plástica que rompe fronteras tanto temporales como espaciales.

Al original planteamiento escénico hay que añadir la excelente aportación de la orquesta y coros llevados con pulso y sensibilidad por Teodor Currentzis y Andrés Máspero. La tensión no decae en ningún momento. El reparto vocal de Iolanta mantiene colectivamente las dosis de emoción que la obra despierta, con un elenco mayoritariamente ruso en el que sobresalen Scherbachenko, Ulianov, Markov, Cernoch y Semenchuk. En el caso de Perséphone son los coros, incluido el infantil de la JORCAM, los protagonistas, aunque también es nítida la declamación de Dominique Blanc y meritorio el esfuerzo del tenor Paul Groves. El público reaccionó con entusiasmo en Chaikovski y con más reservas en Stravinski. Previsible. Juan Ángel Vela del Campo

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