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Iolanta y Persephone en el Real
Las críticas en la prensa nacional a Elektra en el Real
Por Publicado el: 01/11/2011Categorías: Diálogos de besugos

Pelleas en Madrid

Algunas de las críticas a «Pelleas y Melisande» en el Teatro Real. Inconcebible que los críticos no mencionen la muy superior producción escénica, musical y vocalmente de 2002 (Caurier y Leiser, A. Jordan, S. Keenlyside, M. Bayo, etc) en el mismo teatro. Mortier se debía haber documentado porque la actual producción, manierista y reiterativa en lo escénico, correcta pero sin inspiración en lo musical y con insuficiencias en lo vocal, no aporta nada a la historia del Real. Lean unas y otras críticas y comprueben una vez más lo consabido.

El Mundo. 01/11/2011

Lento preludio a la siesta de una ninfa

PELLÉAS Y MÉLISANDE

Autor: Claude Debussy. Director musical: Sylvain Cambreling / Director de Escena: Robert Wilson / Pelléas: Yann Beuron / Golaud: Laurent Naouri / Arkel: Franz-Josef Selig / Mélisande: Camilla Tilling / Escenario: Teatro Real / Fecha: 31 de octubre.

En pocas óperas los escenarios juegan un papel tan determinante. El castillo brumoso frente a un mar inclemente impregna la acción como un personaje más. La música exquisita no describe, pero nos sumerge en una atmósfera opresiva de almenas escarpadas, estancias sombrías, y un laberinto de mazmorras encharcadas, sótanos que rezuman moho putrefacto, donde no llega nunca un sol escaso y esquivo. Un conjunto que no hace falta reproducir con exactitud, pero que es preciso evocar.
El estilo de Robert Wilson, basado en una gestualidad inspirada en el teatro oriental y un tratamiento pictórico de la luz, parece adecuado para plasmar el cuadro delicado e inquietante. Aquí la fórmula se repite en su literalidad, pero lo que fue otras veces invención y sorpresa, funciona ya con la rutina de una falsilla, con la mecánica obviedad de lo ya visto. Las figuras que se desplazan de perfil, los ademanes bruscos del guiñol, el hieratismo y las sombras chinescas, todo aplicado mecánicamente, produce un espectáculo extrañamente vetusto, sin transmitir el misterio, el difumino, ni las oscuras pasiones que subyacen y explotan en el peculiar melodrama.
El efecto es de un saturado buen gusto, que puede enfriar y empalagar, o admirarse por su manifiesta coherencia. Escenas sugestivas, como la de la pérdida del anillo, con su tenue gasa, resultan la excepción. Pronto el conjunto acaba siendo previsible, y la pretendida estética estilizada se queda en la caricatura de sí misma.
La originalidad de esta obra inmensa, que el oyente y espectador descubre cada vez, se basa en la combinación o el encuentro entre criaturas que llegan desde historias distintas, narradas con criterios diferentes. La heroína participa tanto de la figura de mujer con un pasado, como de la fragilidad del hada que habita en el bosque.
Ella ama con la pasión de la ninfa y sufre con el dolor de la hembra desencantada. Camilla Tilling, vestida de cariátide bien peinada, es la voz más adecuada del reparto, aunque su actuación permanece en el limbo impuesto por la puesta en escena. El protagonista oscila entre el héroe romántico, dispuesto a renunciar a su amada acuciado por el afán de aventura, y el burgués hijo de familia, que obedece sin rechistar las órdenes egoístas de una madre convencional y un abuelo pétreo. Yann Beuron es un tenor que no puede cumplir con la tesitura exigida de barítono, y su aportación es insuficiente.
El hermano y marido es uno de los tipos más siniestros de la historia de la ópera, que reúne la estupidez de Otelo y la brutalidad de un celoso rústico. Torpe cazador que pierde el rastro, pésimo jinete que tropieza en las ramas, es incapaz de comprender a la rara ondina; el desgarro de su humanidad llega al verlo sufrir tan lamentablemente. Laurent Naouri, caracterizado como malo de película de samurais, apenas comunica la sombría riqueza del torpe príncipe.
Las demás figuras del drama rodean distantes al trío en discordia. La madre, una borrosa Hillary Summers, no tarda en esfumarse, caso curioso de personaje que huye. El abuelo que Franz-Josef-Selig encarna como barbudo tópico proporciona la inutilidad de unos consejos propios de monarca medieval. Del pobre niño, que Leopold Lampelsdorfer representa como paje, preocupa lo incierto del destino que le espera entre la parentela incompetente.
Sylvain Cambreling no consigue extraer de la orquesta los claroscuros ni la diafanidad de la difícil partitura, y la música fluye pesada y lánguida, casi soñolienta.
El público tras tres horas y media de función, despertó para aplaudir a todos. Alvaro del Amo

La Razón, 01/11/2011
La realidad invisible de Debussy
Esta magistral obra maestra, una de las más refinadas de la historia de la ópera, posee sin duda inmarcesibles valores y una originalidad radical. En cierto sentido, «Pelléas» es una antiópera, se ha dicho con frecuencia, y la definición no le desagradaba al propio Debussy, que en 1902 partió del texto teatral del belga Maeterlinck. El deseo de respetar estrictamente la prosodia llevó al compositor a redactar una entonación semihablada, un parlato musical rico en «sfumature», en matices expresivos, en la que es la orquesta la que va marcando el camino temático.

Ese exquisito lenguaje ha tenido el relieve necesario en una representación nimbada de admirable musicalidad. Puede que la delicadeza, el refinamiento extremos de la puesta en escena, tan rica en rasgos coreográficos, no haya tenido del todo parigual en el desenvolvimiento orquestal, al que le ha faltado ese toque milagroso de la magia, de la más pura sonoridad impresionista, de la «sfumatura», de la suavidad y del brillo íntimo. Pero Cambreling ha realizado un gran trabajo, minucioso, detallado, bien medido en articulaciones y dinámicas, que han permitido casi siempre –no tanto al principio– que el recitado melódico se dejara oír con claridad.

Ha servido de magnífico soporte a una escena de extraordinaria estilización, provista de mínimos aditamentos y atenta a ese juego simbólico y lleno de sugerencias que permite imaginarse esa «realidad invisible» de la que hablaba Juan Ramón Jiménez, como recuerda Nommick en su nota al programa. «Pelléas et Mélisande» es una obra que encaja muy bien en los métodos de Bob Wilson, dominador de un estilo en el que las acciones de cualquier tipo quedan fantásticamente congeladas. Los elegantes y lentos movimientos, la factura geométrica, de lejanos ecos orientales la sutil iluminación son factores que alumbran una narración concentrada, cuyo mensaje silencioso, envuelto en el misterio de la existencia, va calando en nuestra retina, oído y sensibilidad. Wilson en estado puro.

Sobre este tejido musical y escénico, tan potenciador de la poética anécdota, se ha manejado un equipo vocal muy solvente, con la suave, cálida y sutilísima Camilla Tilling al frente. El suyo ha sido un derroche de finura y clase vocal. Beuron, un tenor de no mucho brillo, pero eficiente, ha hecho un Pelléas discreto y sentido, pero a su voz le falta algo de cuerpo –la del barítono tipo martin pedido– y a su fraseo, claroscuros. Majestuoso y solemne ha estado el noble bajo que es Selig, un excelente Arkel. El más flojo, por su ruda emisión y su desigual color, ha sido Naourit, a leguas de dar con la almendra dramática de Goulaud. A nivel alto los demás, incluido el niño Lampelsdorfer en la parte de Yniold. Arturo Reverter

EL PAÍS 2/11/2011
Luminoso paseo
Tiene Madrid una especial vinculación afectiva con Pelléas et Mélisande. Con este título se despidió de la ópera Victoria de los Ángeles, «la mejor cantante francesa de todos los tiempos», como afirmaban críticos musicales del país vecino. Fue en el teatro de La Zarzuela en 1980. El recuerdo sigue vivo para los testigos de aquellas memorables representaciones. Eran tiempos en los que la referencia de la obra era la dirigida por Roger Desormière, con Jacques Jansen e Irene Joachim. Su grabación en vivo de 1941 es un tesoro: la ópera nacional francesa en su expresión más genuina. Ahora lo que prima es la integración de voces, orquesta y enfoque plástico y teatral. Los tiempos cambian, pero conviene no perder de vista los estados anteriores de una evolución.

Las representaciones de estos días en el Real son, desde la perspectiva de obra de arte total, impecables. Sylvain Cambreling lleva esta ópera en la sangre y saca un sonido de la orquesta tan hipnótico como electrizante, tan evocador como sugerente. El reparto vocal es muy equilibrado. Robert Wilson se encuentra a sus anchas en esta estética del estatismo y la interiorización para desplegar su código geométrico, colorista, gestual, luminoso, minimalista y abstracto, que deja fluir la obra en un sentido poético para adentrarse en las profundidades de los personajes en este viaje por el amor y la muerte, con milagro final incluido, como en un particular homenaje a Dreyer y su Ordet.
Se presentó este espectáculo en el Festival de Salzburgo de 1997. Wilson ponía una nota diferencial a tres visiones antológicas anteriores de la obra, todas ellas de la década de los noventa del siglo pasado: la despojada de Peter Stein con espacio escénico de Karl-Ernst Herrmann, de Cardiff y París, con dirección de Boulez; la expresionista y hasta kafkiana de Herbert Wernicke para Bruselas, con Pappano dirigiendo y María Bayo en una de las creaciones más conseguidas de su carrera lírica; la hiperrealista y pegada al mundo de Maeterlinck, con algún guiño a Magritte, de Christoph Marthaler en Fráncfort, con Cambreling en el foso…
A la sombra de estos referentes, Wilson llevó al extremo su poesía de la luz, el gesto, la máscara y las evocaciones orientales para crear un universo mágico. Va mas allá, aunque en la misma línea, que en su diseño para El castillo de Barbazul, la ópera de Bela Bartók. Deja el protagonismo esencial a los personajes y seduce al espectador con una belleza plástica atemporal tan atractiva en su desnudez conceptual como adecuada para comprender o intuir la complejidad de lo que está pasando en escena. Decía Susan Sontag que Pelléas et Mélisande era una de las dos obras más tristes de la historia de la ópera (la otra sería Wozzeck). Wilson no renuncia al retrato de la tristeza, pero deja siempre una puerta abierta a la esperanza. Los cantantes se identifican con la mirada del director y así el espectáculo resulta musical e intelectualmente inquietante y plásticamente deslumbrante. Juan A. Vela del Campo

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