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Las críticas a Tosca en el Real
Por Publicado el: 02/10/2011Categorías: Diálogos de besugos

Las críticas en la prensa nacional a Elektra en el Real

Los críticos empiezan con bastante dureza el curso del Real, hasta el punto que casi la más benévola es la de Gonzalo Alonso. Se las vamos trayendo.

EL MUNDO:
Es peligroso mirar al interior
Las casi dos décadas que lleva encima el montaje de Grüber mantiene, sobre todo, el sugestivo decorado de Anselm Kiefer, y una cierta elegancia de concepto, pero parece haber perdido cualquier atisbo de dirección de actores. Electra aparece como una Cenicienta desastrada e indiferente a los demás, sin la dolorosa angustia de la mujer trágica. Su madre poco tiene de la reina parricida, convertida aquí en una abuelita que necesita un somnífero y un vaso de leche caliente. La hermana (Manuela Uhl) es la única que, con su vestido blanco, su cabellera negra y sus zapatitos de colegiala, comunica el espanto de la joven que se empeña en olvidar, o sea que está dispuesta a vivir por encima de todo. Cree sensatamente que a los padres no es preciso asesinarlos, y que no puede uno cargar con las culpas de una estirpe que actúa como un lastre opresivo.

Es lástima que la dirección escénica no ayude a la protagonista, una Jane Henschel vocalmente vigorosa que debe apechugar también con un atuendo que no le favorece. También su víctima, la madre convertida en anciana insomne, encuentra en Christine Goerke una intérprete ajustada, que debe cantar sola, pues apenas se le permite un mínimo intercambio con su verdugo. De lo que se desprende que se ha preferido el salón al matadero.

Tal vez ha hecho falta que pasara un siglo para comprender que la obra precursora no hacía sino declarar un acta de defunción. Richard Strauss remata aquí la estética romántica con una furia y un regodeo equiparables a la violencia de su protagonista. Electra es la última heroína romántica porque se atreve a poner en cuestión la vida humana en su totalidad. El empeño de matar a su madre no es tanto un acto de venganza como el grito desgarrado de quien no entiende el siniestro designio que la ha arrojado a este mundo. La matricida quiere borrar de la faz de la tierra a la autora de sus días y, de paso, renegar ella misma de su condición femenina. Su rencor no está justificado, pues prescinde de la memoria. Olvida por qué su padre Agamenón fue asesinado. ¿Acaso no sacrificó él a su hermana Ifigenia como la víctima exigida para que el viento soplara y las naves alcanzaran Troya? Pero tal antecedente pertenece a la mitología griega y lo que necesitaba el inicio del Siglo XX era acabar con la estética que tan bien había reflejado las pasiones o pulsiones del hombre.

Similar contradicción entre la pobreza actoral y la competencia vocal aparece a la hora de juzgar la dirección musical. Semyon Bychkov consigue de la orquesta una ejecución contrastada, matizada y empastada, de inspiración sinfónica y bello sonido, pendiente de apoyar a los cantantes. Pero el desgarro, la experiencia del límite, la visión del abismo, la negación radical agazapada en la partitura, no se vislumbran siquiera. Todo es bonito, con una cierta premiosidad que favorece el paladeo melódico, pero esta obra es algo más, o algo distinto. Al público del estreno le pareció muy bien, y aquello sin duda estaba muy bien, pero este tercer encuentro del Teatro Real con Electra merecía un compromiso musical y teatral más valiente. Alvaro del Amo

ABC:
La carne y el asador
Comienza la temporada del Teatro Real cargada de sugerencias e intenciones trascendentes, para las que tiene sentido la presencia de «Elektra», ópera de Strauss que transpira el fuego de sus «bestias salvajes», en palabras del autor; un éxito en cualquier apertura de curso. La de ayer contó con la presencia de la reina Doña Sofía.
«Elektra» llega en la producción Klaus Michael Grüber, con escena y figurines de Anselm Kiefer, estrenada en Nápoles en 2003. Ahora bien: muerto Grüber y su teatro humano, trasladada a Madrid, y rematado todo por Ellen Hammer el proyecto teatral pierde genialidad, si es que la tuvo en origen. El resultado se hace obvio en la torpeza de muchos movimientos, quizá el caminar insulso de Orestes ante su hermana Electra, o en la infantiloide danza de Crisotemis en el final mientras la protagonista articula gestos de una torpeza formidable. También en una iluminación sin misterio, más obvia que profunda, y en los figurines, excesivamente relamidos en un escenario que se supone inmundo lleno de contenedores de cemento.
En cuanto a los intérpretes desta¬ca la presencia protagonista en el primer reparto de Christine Goerke, de poderosa voz y muy interesante sustancia. También el canto refinado de Manuela Uhl para Crisotemis, y de Samuel Youn con redonda voz para Orestes. En este caso quebrado por la sosería de su interpretación. Son de mayor interés los meandros expresivos que se adivinan en la Clitemnestra de Jane Henschel quien, a pesar de su inferior calidad vocal, interesa frente a la candidez interpretativa de Uhl o la buena materia de Goerke, quien podrá llegar a ser una gran Electra en cuanto añada intensidad dramática y mucho de enajenación.
La veteranía queda de la mano del director Semyon Bychov, sabio ante una obra enciclopédica, tan difícil, que a las limpias texturas que logra de la Orquesta Titular hay que añadir la falta de sustancia orquestal, la ausencia de un color verdaderamente significativo, de un vuelo melódico emocionante o de una soltura suficiente. Todo explica el amortiguado «estallido» de esta «Elektra». A la postre «demasiado domesticada», por acabar con Strauss. Alberto González Lapuente

LA RAZÓN
una señora orquesta
Se inicia en el Real la primera temporada diseñada íntegramente por Gerard Mortier con un título muy conocido del público del teatro, no en balde es la tercera producción que del mismo se presenta en sus apenas catorce años de nueva vida. Se ofreció en 1998 con Eva Marton en el papel principal, Henning Brockhaus como responsable escénico y García Navarro en el foso. En Youtube se puede ver, justo es recordarlo, a Marton opinando que el Real era ya entonces «el teatro mejor organizado de Europa». Cuatro años después volvió «Elektra» de la mano de Barenboim con un espectacular reparto conformado por Elisabeth Connell, Anja Silja, Sylvie Valayre y Reiner Goldberg con sabia puesta en escena de Dieter Dorn. En esta ocasión tampoco se trata de una producción propia del Real, sino que proviene del San Carlo de Nápoles, donde se estrenó en 2003 y cuenta con escenografía del artista alemán Anselm Keifer y dirección escénica original de Klaus Michael Grüber, quien falleció en 2008. ¿Por qué Mortier ha elegido esta obra y producción para empezar su andadura madrileña? Sin duda porque sabía que funcionaba. Sus tres títulos de inicio –también «Pelleas» y «Lady Macbeth von Mtsensk»– suponen su tarjeta de visita, aunque los tres hayan ya pasado por la sala con excelentes producciones que naturalmente ambiciona superar. Quizá el factor más importante para el éxito de una «Elektra» sea el rendimiento de la orquesta. La Sinfónica de Madrid alcanza un nivel sobresaliente bajo las órdenes de la batuta de Semyon Bychkov, cuyo temperamento exuberante encaja muy bien con las características sinfónicas de una partitura llena de intensidad dramática en la que conviven momentos tan sublimes como el reconocimiento de los dos hermanos con otros sorprendentes como el motivo musical que acompaña a Egisto. Concepto muy potente, salvaje, lleno de vigor, pero que sabe mantenerse siempre dentro del orden y rigor aunque por momentos parezca que, en su frenesí, va a desbordarse. Bien diferente fue la más interiorizada lectura de Barenboim años atrás. Los 110 músicos y su director son los protagonistas de la función y para ellos la primera y mayor felicitación. ¡Que se mantenga el nivel! La producción escénica entra dentro de los cánones clásicos, con la carencia de color y la arquitectura como elementos definitorios, cerrando el espacio de los protagonistas como impidiéndoles el futuro. Habrá quien pueda encontrar en ello paralelismos entre la Micenas de entonces y la cercada Grecia actual y habrá para quien sólo sea un modo de reducir la base útil del gran escenario del Real. Gustos y opiniones hay afortunadamente para todo. Posiblemente Grüber, de haber vivido y asistido, hubiera evitado algunos errores de parvulillos en esta reposición, que lleva con mano discreta Hellen Hammer. Estamos ante una buena presentación, que obtuvo en 2003 el premio Abbiati al mejor espectáculo del año y que saca jugo al extraordinario libreto de Hugo von Hofmannsthal, para inscribirse en la más de una docena de producciones relevantes del título.

Debuta en el Real en el papel protagonista la joven Christine Goerke, una Elektra histérica, demente, obsesionada por vengar la muerte de Agamenón, pero también con un punto de humanidad que la aleja de las gélidas versiones de quienes en la historia contaron con medios vocales más poderosos y seguros en el registro alto. Jane Henschel muestra su experiencia en Clitemnestra, un papel habitual de las artistas veteranas. Manuela Uhl compone una fragil pero firme Crisotemis, Samuel Youn un sólido Orestes y Chris Merritt da el requerido toque ligero a Egisto. La temporada empieza a excelente nivel y entre el entusiasmo del público, pero no puede evitarse una reflexión final: ¿qué teatro de primera división inaugura temporada con una producción alquilada de casi diez años de antigüedad? Hubiera quedado redonda en mitad de temporada. Gonzalo Alonso

EL MUNDO:
Tu sobrecogedora escenografía destaca en ‘Elektra’
Mi admirado Kiefer…
Clitemnestra, hija de Tíndaro, rey de Lacedemonia, casó con Tántalo, rey de Frigia, y tuvo con él un hijo. Agamenón, rey de Micenas, asesinó al marido y al niño de Clitemnestra y, empujado por los Dioscuros, Castro y Pólux, hijos de Zeus y Leda, se casó con ella. La reina le dio cuatro hijos: Electra, Ifigenia, Orestes y Crisótemis. Para que los vientos le fueran favorables en la guerra de Troya, Agamenón sacrificó en Aúlide a su hija Ifigenia. Clitemnestra y su amante Egisto se vengaron de la muerte de Ifigenia, asesinando a Agamenón y a su concubina Casandra. Electra, enamorada del padre muerto, organizó un complot con su hermano Orestes para reparar la memoria de Agamenón. Así es que asesinaron a su propia madre, Clitemnestra, y a su mancebo Egisto.
Richard Strauss montó sobre la pasión de Electra una ópera, que tal vez no se encuentre entre las grandes del circuito, pero que tiene interés. Instrumentó una música de tonalidad fluida, cromatismo intenso y disonancias avanzadas para el tiempo en que fue escrita. Dio importancia exagerada al viento pero sin menoscabar la cuerda ni la percusión hasta conseguir momentos de soberbia intensidad, como si se tratara de música de cámara. Los espectadores de oído más fino pudieron escuchar en el estreno un heckelfón. A mí se me escapó y lo confundí con los oboes. Tórpida en la expresión corporal, Christine Goerke cantó haciendo alarde de la plenitud de su voz, de su plasticidad tan sonora y versátil. Gustó muchos a los espectadores, a mí no tanto. Jane Henschel, Manuela Uhl, Chris Merritt y Samuel Youn estuvieron eficaces. La crítica especializada señalará algunas lagunas que pasaron inadvertidas para la mayoría de un público en general dadivoso. Asistí a las dos anteriores Elektras en el Real y Semyon Bychkov estuvo insuperable en la dirección de la Sinfónica de Madrid con más de 100 músicos en el foso. Elektra se adornó, además, en esta ocasión, con la presencia de la Reina Doña Sofía, que lleva el aguijón de la música en el alma.
Dicho todo esto, mi querido Kiefer, te escribo esta carta a ti porque lo que me pareció más sobresaliente de esta Elektra que nos ofrece el Teatro Real fue la impresionante escenografía, producto de un artista pleno, pintor, escultor, arquitecto. Y filósofo. Convertiste el Teatro Real en una cárcel de cemento que expresaba la lobreguez, la devastación, la árida pasión del alma de Electra. Y el omnipresente nihilismo que vertebró el entero siglo XX entre Nietzsche y Sartre, porque el ser es un ser para la nada, es, como lo entendía Electra, un ser para la muerte. Has introducido en el Teatro Real una escenografía underground y has acertado plenamente. No hay parcelas menores en la ópera. Todo es importante. Y si la voz, el canto, la música, la dirección, se hacen primordiales, yo quiero subrayar hoy lo que más me erizó de esta Elektra con la que Gregorio Marañón y Gerard Mortier prosiguen sus éxitos en el Teatro Real: tu sobrecogedora escenografía. Luis María Anson

Y, como siempre, la inefable crítica de El País en esta nueva etapa del Real. En sus páginas ni agua a la música, pero para el Real todo espacio es poco.

EL PAÍS

Un teatro (lírico) de la memoria
El azar permite, en ocasiones, estimulantes juegos de asociaciones. El pasado viernes se producía la coincidencia del estreno en España de la película que Wim Wenders ha dedicado a la memoria de Pina Bausch y la inauguración de la temporada del Real con una recreación lírica de la tragedia griega a través de Elektra, de Richard Strauss, visualizada para una mirada con ojos de hoy por el artista plástico Anselm Kiefer. Bausch, Kiefer y, en cierto modo, Wenders son iconos de la cultura alemana del último medio siglo. En cuanto a Strauss es una referencia como punto de enlace con el romanticismo tardío. Más correspondencias: una instalación escultórica de traviesas de ferrocarril de Agustín Ibarrola en la montaña de escoria de carbón Halde Haniel, a las afueras de Gelsenkirchen, en la Ruhrgebiet, sirve de fondo para el desfile final de los bailarines de Pina Bausch con el leitmotiv musical de la película, en una síntesis de memoria industrial, búsqueda artística y naturaleza. Otro proceso de síntesis, entre expresión plástica y teatro como fuente conceptual de ideas, llevó al artista Anselm Kiefer a construir en 1993 en una colina de Barjac (lugar cercano a Avignon, donde se había establecido el artista, después de vivir muchos años en Alemania y antes de partir para Marruecos) una especie de taller o auditorio al aire libre, como una reivindicación del teatro como foco interior de inspiración. Una versión reducida de ese teatro sirvió para la escenografía del montaje de Elektra que ahora presenta el Real, y que vio la luz por primera vez en el teatro San Carlo de Nápoles en 2003, obteniendo en Italia el premio Abbiati al mejor espectáculo del año. Kiefer acaba de clausurar hace una semana en Salzburgo una espectacular exposición pictórica sobre la transformación de la energía de la naturaleza, desde las altas cumbres al mar, con el agua como agente conductor, inspirada en textos del Antiguo Testamento, Hölderlin, Goethe, Heidegger y la mitología nórdica que inspiró a Wagner.

En la puesta en escena de Elektra, con esos contenedores industriales que evocan pasados recientes gracias a arquitecturas de materiales evocadores, lo que Kiefer busca, en primer lugar, es la creación de una atmósfera en la que el texto de la tragedia griega mantenga -y renueve- su actualidad. La sobriedad se impone para el teatro sobre la espectacularidad de sus creaciones plásticas, pero el fondo de la cuestión permanece: lo que importa es la condición humana en sus manifestaciones de dolor, venganza, ausencias y afectos soterrados. Donde la palabra no llega ahí está el baile. Como en el documental de Wenders sobre Pina Bausch. Sobre ese espacio poético de ruinas y puertas abiertas el fallecido Klaus Michael Grüber movió en su día a los intérpretes -en la sala estaba el viernes el pintor Eduardo Arroyo, colaborador incondicional de Grüber en el terreno operístico- y hoy lo hace Ellen Hammer. Los sentimientos afloran de forma salvaje. Es lo que se pretendía y a lo que hoy no se renuncia.

No es esta Elektra un espectáculo perfecto -ni falta que hace- pero impone una sensación de verdad y funciona en su totalidad, es decir, en la mezcla de texto, teatro, voces y orquesta. Eso es lo que explica el éxito delirante que despertó en el público el viernes y más aún ayer, con aclamaciones que hacía tiempo no se escuchaban en el Real, al menos en unas primeras funciones. Bychkov dirigió con una gran energía, con teatralidad. La Sinfónica de Madrid se dejó la piel, respondiendo con entrega, sin inútiles exquisiteces, en función de lo que se estaba contando en escena. Hubo tensión dramática, pasión, flexibilidad y lirismo.

Se alternan dos repartos, cambiando de uno a otro las tres principales voces femeninas. Christine Goerke derrocha una gran frescura vocal como Elektra, pero Deborah Polaski, más limitada en el registro agudo, la supera en sutileza interpretativa y en matices expresivos. La Elektra discográfica de Barenboim y el propio Bychkov tiene una veteranía teatral que no está al alcance de cualquiera. Su construcción del personaje es profunda. Polaski fue la gran triunfadora del segundo reparto. Hablando de grabaciones, Jane Henschel y Manuela Uhl son la Klytämnestra y Chrysothemis, respectivamente del DVD de 2010 de la Filarmónica de Munich dirigida por Thielemann en una puesta en escena de Wernicke. Casi nada. En Madrid demostraron sobradamente su categoría, pero no se quedaron atrás en el segundo reparto Rosalind Plowright, en un registro interpretativo menos perverso que Henschel, y Ricarda Merbeth, en la misma línea melódica que Uhl. El coreano Samuel Youn perfiló con nobleza el personaje de Orestes. Juan Angel Vela del Campo

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