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Por Publicado el: 22/07/2007Categorías: Artículos de Gonzalo Alonso

Jesús, el amigo y maestro próximo

Jesús, el amigo y maestro próximo

Posiblemente sorprendan a muchos estas líneas firmadas en El País por alguien que colabora en temas musicales en La Razón y El Cultural de El Mundo. Es una larga historia que me va a permitir mostrar a un Jesús de Polanco diferente. No voy a glosar sus muchas virtudes como empresario, que lo han hecho muchos, sino ofrecer unas pinceladas de cómo era como persona a través de una historia tan personal como peculiar.
Allá por septiembre de 1975 me incorporé a trabajar en temas financieros en un pequeño despacho de la primera planta de General Mola 86. Allí tenía su sede el grupo Timón y, mirando a la calle, Jesús Polanco controlaba el nacimiento de un imperio naciente. Me había contratado Javier Baviano, fallecido hace un par de años, para ocupar el puesto que él había desempeñado hasta entonces y que abandonaba para dedicarse a trabajar fuera del holding. Durante dos años trabajé fundamentalmente con Francisco Pérez González –Pancho para todos- pero despachaba un par de veces al mes con Jesús. No era aún el del gran poder y me permitía que la alarma de mi Seiko canario, entonces muy de moda- sonase a las 18,30 para recordarme que tenía que dejar la reunión para ir a un concierto.

Durante aquel tiempo compartí con él muchos momentos y anécdotas. Entre los primeros la salida del número cero de El País, con un Baviano repescado para la casa. Entre las segundas el célebre 20 de noviembre. Un hijo de Dionisio Ridruejo trabajaba como creativo para varias editoriales en el edificio de enfrente. Aquel día creó una emisión radiofónica en una casette. Llamamos a Jesús para decirle que algo importante estaba sucediendo en el Pardo y que la radio sólo transmitía música religiosa. Cruzó la calle para escuchar el único aparato que había, se sentó y esperó rodeado por todos nosotros –Ridruejo, Nieto, Azaola, Martínez, Peña, etc- la llegada de noticias. Pasó una hora entre avisos de que se iba a producir una conexión importante, hasta que se realizó ésta. “Vamos a conectar con el Palacio de El Pardo, desde donde ustedes podrán ustedes escuchar los últimos estertores de Su Excelencia”. Muy serio, no podía dar crédito a lo que oía, pero tampoco dejar de dárselo. Así hasta que empezaron aquellos supuestos estertores con un “Españoles….”. “Sois unos cabrones” exclamó riéndose y volvió a cruzar la calle. Tenía un gran sentido del humor. Había un ambiente de trabajo estupendo, éramos como una familia pero, como en todas las familias, había sus más y sus menos. Y, en aquel mi primer trabajo profesional, aprendí lo que es ser un líder, de la intuición acompañada de reflexión, de la necesidad de asumir riesgos –siempre medidos-, de cómo tejer una telaraña de de personas importantes para que se impliquen en los proyectos, de no caer en debilidades frente el adversario y, sobre todo, la importancia del sentido común. Y, como dicen mi padre y Esperanza Aguirre, “el pico y la pala”.

A los dos años dejé la empresa para dedicarme a temas familiares, pero Baviano me llamó un día para animarme a efectuar una entrevista a Plácido Domingo en Viena. Supuso tres páginas completas de El País y mi incorporación a la crítica musical del país y de El País, donde permanecí hasta 1990. A Baviano, a Juan Luís Cabrían y a Polanco les debo mi actividad como crítico y tengo con ellos una deuda impagable. Sin embargo durante aquel tiempo apenas nos cruzamos más que en algún que otro festejo. Jesús ya mandaba mucho, pero no pasaba por una buena racha en lo personal y yo me permití hacerle alguna observación, quizá poco afortunada, que no le hizo nada de gracia, pero que años después no recordaba o no quiso recordar. Baviano me volvió a llamar en otra ocasión tras hablar con Jesús. Se iba a poner en marcha lo que hoy es Sogecable y deseaban contar conmigo para su dirección. El proyecto se retrasó y fue imposible mi incorporación. Entretanto dejé la crítica por unos años y el periódico, aunque continué con un programa en Radio El País y luego en SinfoRadio hasta su conversión en radio fórmula. Un día, al poco de inaugurarse el Auditorio Nacional, se sentaron delante mío Jesús y su hijo Ignacio. La música tiene la ventaja de que te permite pensar en otras cosas si el concierto no te arrastra. Y me puse a recordar lo que había sido mi relación con aquel Jesús del gran poder que tenía delante. Me emocioné y al día siguiente le escribí una carta contándole mis pensamientos del día anterior. Mi texto le debió de impresionar porque me contestó con mucho cariño y, desde entonces, se estableció entre nosotros una relación personal muy peculiar. Se basaba en pocas premisas: la inexistencia de cualquier tipo de interés –ni él me necesitaba ni esperaba nada de mí, ni yo de él-, el cariño y la mutua amistad por Alberto Ruiz Gallardón, quizá el único testigo de mi relación con Jesús, aparte quizá de lo que pudieran intuir sus secretarias Elvira y Pilar. Una vez me preguntó por qué no regresaba a El País. Le expliqué la deuda de gratitud que tenía con otro de mis maestros, Luís María Anson, y lo entendió y no insistió, pero le prometí que me jubilaría de la crítica allí donde empecé. Nos intercambiamos notas durante años – siempre a mano- y quedamos en su despacho de Méndez Núñez, donde poseía una instalación audiovisual de la que estaba muy orgulloso, o a comer alguna que otra vez. Se estableció un canal de entendimiento y afecto que me permitía llamarle para pedirle algunas opiniones. Así cuando, años atrás, cambié de grupo editorial o cuando me recomendó operarme de la cadera y me presentó a otros amigos intervenidos. Allí estaba él para aconsejar, aunque le pillase en cualquier parte del mundo. Estuvo encantado de escribir un artículo sobre su afición a la música para ABC.

Recuerdo especialmente una comida, en la primavera del año pasado, en la Parrilla del Príncipe en San Lorenzo de El Escorial. Le invité y le enseñé el nuevo teatro de la villa. Lo recorrió bien, a pesar del collarín que denotaba ya la terrible enfermedad ósea que le invadía y de la que no tuvo reparos en hablar “Me prohíben bañarme en mi piscina de Valdemorillo, ¡pero si lo más peligroso es un resbalón en la ducha, que me puede romper el cuello!”. Tuvimos una larguísima sobremesa, en la que hablamos de todo. De política -de González a Aznar pasando por Aguirre- de comunicadores -desde Losantos a Gabilondo-, de su pasado “flecha” y de la adscripción que hoy se le hacía, de música, del Real… del Teatro de El Escorial -“Alberto tenía que haber seguido vinculado a él”-, pero sobre todo de temas personales y familiares. De su separación de Mari Luz Barreiros –“su perro me quería más a mí y se ha quedado conmigo”-, de cómo había planificado su herencia, de las inquietudes ante las enormes inversiones inmobiliarias en Tenerife, etc. A pesar de la enfermedad que ya empezaba a consumirle, hasta creía tener una nueva ilusión sentimental. Nunca perdió el entusiasmo.

Mi padre, con la clarividencia de los noventa años, me preguntó “¿Y por qué Polanco te dedica tanto tiempo con la de gente más importante que tu que deseará verle o a la que él deseará ver?”. Me lo contesté: Jesús valoraba el trato del cariño, le gustaba poder hablar sin que nada de lo que dijese le fuese a pasar luego factura, se sentía cómodo y confiaba.

Probablemente muy contadas personas hayan podido llegar a su corazón y realmente aún me sorprende haber sido una de ellas, pero Jesús era una persona muy afectiva, aunque pudiera no parecerlo. Una persona a la que le gustaba, e incluso agradecía, que le hablasen con sinceridad aquellos que entraban en su círculo de amigos, aunque fuera para defender algunos fondos de Losantos, que no las formas, o poner algunas objeciones a la línea editorial de su grupo. Ese Jesús Polanco próximo, lejano al Jesús de Polanco que han visto otros, es el que yo conocí y al que echo ya de menos. Gracias, Jesús, por tu amistad y confianza. Al desaparecer tu, mi primer jefe, me siento también un poco huérfano. Gonzalo Alonso

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