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Por Publicado el: 24/11/2012Categorías: Crítica

LUCIA DI LAMMERMOOR (G. DONIZETTI) Teatro Gayarre de Pamplona

LUCIA DI LAMMERMOOR (G. DONIZETTI)

Teatro Gayarre de Pamplona. 23 Noviembre 2012.

 Tras un par de ocasiones fallidas, vuelvo a ver ópera en Pamplona, en esta ocasión de la mano de AGAO (Asociación Gayarre de Amigos de la Ópera). En este retorno observo que algunas cosas no han cambiado nada desde el año pasado, mientras que hay algunos aspectos en los que se han producido novedades.

 Sigue siendo Pamplona un caso singular en lo que a la ópera se refiere. Efectivamente, singular es que en una ciudad de alrededor de 200.000 habitantes haya dos organizaciones ofreciendo ópera al público y más singular es que la coordinación entre ambas parezca inexistente. La oferta de ópera sigue centrada en lo que algunas veces yo he llamado el “Otoño operístico pamplonés”, ya que  entre los meses de octubre y noviembre se ofrecen nada menos que 3 óperas. Luego vendrá un largo silencio, únicamente interrumpido por una Tosca en el mes de febrero en el Baluarte, título que ya fue representado hace ahora un año por AGAO. Como pueden constatar mis lectores, un auténtico modelo coordinación cultural. ¿Tan difícil es sentarse en una mesa y juntar fuerzas? Estoy convencido que quien saldría ganando sería el aficionado a la ópera de Pamplona. Por el camino que se está siguiendo los resultados dejan que desear.

En cambio, me he encontrado con una auténtica novedad  que podría hacer sonrojar a otras ciudades, particularmente Bilbao, donde la atención de los medios de comunicación a la ópera raya en el mayor de los desprecios. Me refiero al hecho de que una cadena de televisión local retransmite – en diferido – las representaciones de ópera.  Tuve ocasión de ver en la pequeña pantalla la versión de Madama Butterfly que ofreciera AGAO el mes pasado y parece que se volverá a repetir la experiencia con esta Lucia di Lammermoor que ahora nos ocupa. Es una magnífica vía para fomentar la afición a la ópera, que debería ser seguida en otras ciudades.

Así pues, volvía Lucia di Lammermoor a representarse en Pamplona y lo hacía en una producción de Alfonso Romero Mora, que ha ofrecido un trabajo de los que podríamos llamar “low cost”, nada extraño, teniendo en cuenta las circunstancias críticas por las que atraviesa el mundo de la ópera en nuestro país. Se trata de una producción minimalista, en la que todo parece indicar que estamos en Escocia, habida cuenta de la permanente presencia de la  niebla en las escenas de exteriores y los seres fantasmagóricos que rodean a la pobre Lucía. La escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso no consiste sino en unos pocos elementos móviles que sirven como elementos de atrezzo para las distintas escenas. El vestuario de Rosa García Andújar responde a tiempos más bien actuales, tiene muy escaso atractivo, y utiliza siempre el blanco y el negro como únicos colores, con excepción de la protagonista, y, parcialmente, de Edgardo.

La concepción escénica de Alfonso Romero presenta a una Lucia rodeada de seres fantasmales, con los miembros del coro casi  sacados de una fiesta de Halloween. Me pareció interesante el hecho de verse,  durante la escena de la Wolf’s Crag, la muerte de Arturo a manos de su esposa, tras haber soportado ésta la violencia física de su marido en la noche de bodas. Buena también la idea de colocar al coro de hombres en la escena final en los palcos laterales, lo que daba más sensación de misterio e irrealidad. La fiesta de esponsales presenta al coro en plena celebración pasada por alcohol, a la que se junta con desesperación el capellán, al terminar su intervención. Poco convincente resulta el hecho de que Raimondo se dirija a Edgardo para impedir que se suicide en la escena final, mientras que acaba siendo él mismo quien dispara la pistola  – no hay espada – del desgraciado “ultimo avanzo d’una stirpe infelice”  En resumen, se trata de una producción que cumple con su misión de ofrecer el drama en escena, con medios muy reducidos, aportando ideas que funcionan a medias.

La dirección musical estuvo en manos de Miquel Ortega, cuya actuación ha respondido a sus características de siempre, entre las que destaca la sobriedad y la eficacia. No vamos a pedir peras al olmo ni tampoco a pedir lecturas excepcionales e inspiradas en las circunstancias que se dan en estas representaciones de ópera. A sus órdenes estuvo la Orquesta de Cambra del Penedès, formación de calidad bastante escasa. Es por aquí por donde vinieron las mayores carencias de esta representación. El Coro Premier Ensemble de AGAO cumplió mejor en la parte masculina que en las féminas, claramente mejorables estas últimas.

 

Desirée Rancatore

Lo mejor de la representación fue, indudablemente, la actuación de la soprano siciliana Desirée Rancatore en el personaje protagonista. Esta soprano ha evolucionado vocalmente en los últimos tiempos y hoy es una soprano lírico-ligera, con un centro de cierta entidad, lo que le permite hacer frente con suficiencia a las exigencias dramáticas del personaje de Lucia. Por otro lado conserva su facilidad en sobreagudos, coloratura y fraseo y todo ello hace de la Rancatore una de las mejores intérpretes del personaje en el panorama actual. Para alcanzar un triunfo grande no le falta sino aguantar más los sobreagudos, que quedan demasiado cortos en el tiempo para levantar el entusiasmo del público.

Edgardo también necesita un tenor lítico, y no el ligero que muchas veces se ofrece en escena. En este sentido la elección del tenor José Ferrero no es desacertada, ya que la voz de este tenor está más próxima a Edgardo que a Siegmund, aunque también haya cantado este personaje. El problema es que para cantar Edgardo hacen falta otras cualidades, además de la adecuación vocal, y aquí Ferrero hace agua. Para empezar es un auténtico palo en escena, de los que se plantan en el escenario con los brazos a los largo de los costados, lo que no puede entenderse en un héroe romántico.  Su falta de expresividad cantando es más que notable y así nadie puede creerse lo que le acontece en el libreto de Salvatore Camarano, quedando muy alejado de las exigencias belcantistas. Finalmente, se muestra inseguro en las notas más altas, cascando ya en el dúo con Lucia en el premier acto. En el descanso hubo aviso de indisposición, que seguramente sirvió para calmar sus nervios, ya que  no volvió a romper las notas altas, aunque tampoco le faltó mucho.

Borja Quiza fue un Enrico de características justamente opuestas  a las de su colega. La voz es más ligera que lo que pide el personaje,  y lo intenta compensar abriendo sonidos y cantando todo en forte. Sus dotes de actor son indudables y al estatismo de Ferrero se oponía el movimiento permanente de Borja Quiza. La voz es atractiva y tiene una estupenda dicción. Cuando se empieza, hay que cantar lo que a uno le ofrecen. Esperemos que le ofrezcan lo que realmente le conviene.

El burgalés Rubén Amoretti fue un estupendo Raimondo. Su voz es muy adecuada a este personaje que pide un bajo cantante y Amoretti ofreció una voz amplia y pastosa, cantando siempre con intención y buena línea. Se está haciendo sitio en este difícil negocio y merece tener recorrido.

El tenor santanderino Alejandro González hizo un sorprendente Arturo, por su gran desenvoltura interpretativa. Parecía que llevara toda su vida cantando el personaje y eso siempre es de agradecer. Vocalmente, la cosa funciona bien, con una voz de poca calidad, pero que llega bien al público.

Ariadna Martínez fue una eficaz Alisa, mientras que Víctor Castillejo dio vida a Normando, sin pena ni gloria.

El Teatro Gayarre ofrecía un lleno total en las localidades más caras, con huecos en los pisos superiores. La entrada total sería algo superior al 90 % del aforo. El público se mostró complacido con los artistas, siendo las mayores ovaciones para Desirée Rancatore y Rubén Amoretti.

 La representación comenzó con nada menos que 8 minutos de retraso y tuvo una duración total de 3 horas y 2 minutos, incluyendo dos intermedios de 40 minutos en total, además de varias paradas más cortas para cambios de escena. La duración puramente musical fue de 2 horas y 11 minutos. La versión no tuvo apenas cortes, salvo el breve diálogo de Normanno y Enrico al final de la escena de la locura, que no deja de ser un auténtico anticlímax. Los calidos aplausos finales se prolongaron durante 6 minutos. El precio de la localidad más cara era de 65 euros, que pasaban a 46 en pisos superiores. La entrada más barata costaba 25 euros. José M. Irurzun

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