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Por Publicado el: 02/03/2020Categorías: En vivo

Critica: Los tres Franz

Alexander Soddy

Los tres Franz

Orquesta de València. Solista: María Dolores Vivó (flauta). Director: Alexander Soddy. Pro­gra­ma: Obras de Schubert: (Obertura Rosamunda), Krommer  (Concierto para flauta y orquesta, en sol mayor, opus 30) y Schmidt (Sinfonía número 4, en Do mayor). Lugar: Auditori del Palau de les Arts. Entra­da: Alre­de­dor de 900 perso­nas. Fe­cha: 28 febrero 2020.

Programa pesado y mal pergeñado el propuesto el viernes por la Orquesta de València, que parecía más pensado para espantar al público que para hacer disfrutar al fiel abonado. Tres obras de otros tantos compositores igual llamados de las que solo se salva la conocida obertura Rosamunda de Franz Schubert. Ni el desaborido Concierto para flauta del bohemio Franz Krommer ni la ampulosa y grandilocuente Cuarta sinfonía del eslovaco Franz Schmidt merecen el esfuerzo de la recuperación. Fue un tostón de aquí te espero que ni siquiera el académico trabajo del maestro inglés Alexander Soddy ni la entrega de los profesores de la Orquesta de València pudieron salvar. La flautista María Dolores Vivó defendió, por su parte, con tenue sonido y plausibles aires de solista el indefendible concierto de Krommer.

Fue una velada anodina y abúlica, en la que no pasó nada. Una tarde de esas que uno siente que mejor hubiera sido haberse quedado en casa haciendo lo que sea. Alexander Soddy (Oxford, 1982) afrontó el programa de los tres Franz con disciplina y rigor. Muy aplaudido por la orquesta y bastante menos por el público, afrontar un programa así –todo él prácticamente inédito; con músicas casi todas sin rumbo ni genio-  requiere esfuerzo, profesionalidad y ganas de trabajar para causas perdidas. Empeño estéril. Ni el más fino trabajo del mundo podría otorgar interés a la farragosa Sinfonía de Schmidt, compositor que, como el tres en uno, trata de ser Wagner, Strauss y Franck a la vez, sin que en la mezcla tampoco falte su admirado Mahler. Es difícil suscribir las palabras de Antonio Gómez Schneekloth, quien en sus doctas notas al programa sostiene que “puede que la Cuarta sinfonía de Schmidt recuerde a ciertas obras de Mahler o Strauss, pero solo en un sentido muy general. Más allá de esta circunstancia, demuestra que Schmidt no fue un epígono, sino una voz original capaz de crear edificios sonoros de gran belleza y plasticidad”.

Pero el edificio sonoro se percibió derrumbado en Valencia. Exento de belleza, plasticidad y de esa “originalidad” que le atribuye Gómez Schneekloth, y sí henchido de rancia casposidad, apuntando más al XIX que al XX, siglo en el que nace la sinfonía, entre 1932 y 1933. El buen inicio –con un solo de trompeta sobresalientemente tocado por Raúl Junquera- presagiaba algo interesante. Como el posterior y bien labrado crescendo, que desemboca en un inesperado solo de corno inglés que también apunta cotas más interesantes. Pero pronto todo se derrumba, víctima de una escritura meliflua y ampulosa, sin norte ni sur, en la que la grandiosidad y estéril complejidad –en este sentido recuerda a la escritura siempre compleja del alicantino  Óscar Esplá- no conducen a nada.

Tampoco la obertura Rosamunda de Schubert voló más allá de la corrección. Poca sutileza, ninguna magia y sí mucha sonoridad en una visión casi musculosa, más beethoveniana que schubertiana, exenta del detalle y el contenido regusto melódico que tanto distingue toda la música del creador del Winterreise. Fue el preludio decepcionante del bien olvidado Concierto para flauta de Franz Krommer, compositor contemporáneo de Schubert y Beethoven, pero de infinito menor interés. Sus tres canónicos movimientos, fieles a la forma clásica, no ofrecen mayor interés que las posibilidades que brinda al solista de lucir sus cualidades virtuosísticas. Lo hizo con profesionalidad y corrección María Dolores Vivó, solista ella misma de la Orquesta de València, que redondeó su muy aplaudida actuación con una transcripción para flauta y orquesta de la bellísima aria “Kuda, kuda”, que canta Lenski en el segundo acto de Yevgueni Oneguin. Supusieron precisamente estos compases de Chaikovski el único momento en el que la emoción voló por el espacio sensorial de tan desacertado programa. Justo Romero

Publicado en el diario Levante el 1 de marzo de 2020

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