Crítica: Una “Missa solemnis” deslumbrante y con final abierto, en Universo Barroco del CNDM
Una Missa solemnis deslumbrante y con final abierto
Missa solemnis, de Beethoven. Intérpretes: Orquesta y Coro Balthasar Neumann. Regula Mühlemann, Eva Zaïcik, Julian Prégardien, Gabriel Rollinson, solistas. Director: Thomas Hengelbrock. Auditorio Nacional de Música. 9-III- 2025.

Thomas Hengelbrock dirigiendo la Missa solemnis de Beethoven el Auditorio Nacional. Foto: Elvira Megías
La Missa solemnis es una de las obras maestras de Beethoven y una de las más difíciles de interpretar, sobre todo para el coro, con no menos de siete fugas, algunas enormes y a velocidad de vértigo. El Coro Balthasar Neumann, junto con su orquesta hermana, que persigue un sonido de época, hizo una interpretación deslumbrante para el CNDM. No perdió nunca el ajuste, la afinación ni el tempo en los pasajes fugados, atacó limpiamente las entradas, aun las más comprometidas, y construyó unos pianísimos de vértigo que el público recibió con un silencio inaudito.
Thomas Hengelbrock, fundador y director de ambos conjuntos, buscó la perfección técnica, la limpia exactitud, y la moderación en la expresión, porque esta música, como toda la de los últimos años de Beethoven, se expresa sola. Pero moderación no significa falta de perfiles o de contrastes. Al contrario, la Missa sonó afilada, bien articulada y con contrastes marcados. Hengelbrock se tomó la libertad de hacer sonar desde detrás del público una de las tamborradas militares con que Beethoven anuda los conceptos de paz y guerra en el “Dona nobis pacem”. El gesto teatral de Hengelbrock subrayó con lápiz rojo este final abierto, que nos hace salir inquietos de la sala.

Instrumentos de la época de Beethoven en la Orquestas Balthasar Neumann. Foto: Elviar Megías
El “Gloria” sonó glorioso; el “Credo”, transparente, tanto que se percibían las capas de filigrana musical y teológica que diseñó Beethoven; y el “Agnus”, profundamente misterioso, pero hubo dos momentos inolvidables: el coro stacattissimo, casi percutido y, a la vez, dulcísimo, en la grandiosa fuga “Et vitam venturi” y el violín del “Benedictus”, un solo que es eterno por lo que dura, pero también por lo que habita: una de esas arcadias etéreas e intemporales, arrebatadas de luz, que el último Beethoven prodiga.
Su armonía parece sencilla, pero su ingravidez tonal las lanza al futuro. Las conocemos de las últimas sonatas y cuartetos, pero esta versión es especialmente asombrosa. Parece que nos la enseñara el mismo Cristo, recién sacramentado tras el “Sanctus”, transfigurado de luz y beethovenianamente laico. El concertino interpretó esta música maravillosa e imposible con naturalidad, sin ningún exceso expresivo, que es como más deslumbra.
El cuarteto vocal resultó adecuado a su cometido, que no es de solistas, sino, efectivamente, de cuarteto, con el empaste como reto principal. La soprano Regula Mühlemann lo abordó con buen control, la mezzo Eva Zaïcik, con voz bonita y homogénea, penetrante, pero sin salirse nunca del conjunto, el tenor Julian Prégardien, con emisión muy limpia, descontrolada a veces, y el bajo Gabriel Rollinson, con voz bonita pero escasa.
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