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Por Publicado el: 07/07/2014Categorías: Crítica

Festival de Mérida: Salomé o el deseo devastado

Festival de Mérida: Salomé o el deseo devastado  

Salomé de Richard Strauss. Festival de Teatro Clásico de Mérida. Gun-Brit Barkmin, Thomas Moser, Ana Ibarra, José Antonio López, José Manuel Montero. Dirección musical: Álvaro Albiach.  Orquesta de Extremadura. Danza: Carlos Martos y Arantxa Sagardoy. Coreografía: Víctor Ullate. Dirección escénica: Paco Azorín. 2 de julio de 2014

Contar como escenario con el Teatro Romano de Mérida para una obra de características tan peculiares como las que atesora la Salomé de Strauss es partir con mucha ventaja, empecemos por ahí. Y lo es porque los inconvenientes que pueden suponer una acústica al aire libre o un montaje sin apenas maquinaria escénica quedan relegados a un segundo término frente a la potencia visual o la adecuación de toda temática mítica a este entorno. El Festival de Teatro Clásico de Mérida celebra su 60ª edición apostando por un montaje que tiene mucho de obra de arte total, entendida más desde la perspectiva de la camerata fiorentina: la palabra, la música, la danza y la arquitectura anudadas. El trabajo de imbricación entre el verso originario de Oscar Wilde y la música de Richard Strauss se complementa en este caso con el uso de los volúmenes arquitectónicos de Paco Azorín y la labor coreográfica de Víctor Ullate.

Empezando por lo visual, la propuesta escénica de Paco Azorín fue sencilla y plena de consistencia, aportando matices pero sin distraer protagonismos para, como él mismo anunciaba, ser sensible a la piedra que los acoge. Una luna situada en un lateral del escenario iluminaba el teatro para hablarnos de su influjo sobre las mareas sentimentales de los personajes. Y es este un guiño que, bien entendido, pertenece al ámbito de lo teatral: más de una treintena de veces se nombra a la luna en el original de Wilde, pero en su trasvase a la ópera este hecho se ve notablemente mermado a menos de diez. Azorín prefiere ceñirse al espíritu de la palabra antes que a la realidad de lo sonoro, y la luna parece excusar poéticamente la abominación de Salomé.

El resto de la puesta en escena es limpia y no recarga el plano metafórico: una larga mesa de banquete, unos coches de principios de siglo, un vestuario que sugiere una época, poco más. El movimiento de los personajes es aquí muy relevante, y Víctor Ullate desdobla a la pareja protagonista para ser honestos con lo que se ve y con lo que se siente: Arantxa Sagardoy dará la réplica sensual a la Salomé operística en la Danza de los siete velos, y Carlos Martos sustanciará en escena un Jokanaan que se cantaba simultáneamente desde el foso de la orquesta.

Ya en lo meramente musical vimos un reparto que partía bastante desequilibrado, algo que en prácticamente cualquier ópera lastraría el resultado final pero aquí no llegó a tanto. Gun-Brit Barkmin estuvo extraordinaria como Salomé, con un timbre voluptuoso, de mucho cuerpo y una infinidad de matices expresivos en su locura. Supo convocar toda la carga sensual de la princesa, algo complejo con este personaje atroz que se maneja con tan poca empatía con el oyente y que no renuncia al espíritu decadente de la Salomé de Wilde. Thomás Moser, Herodes, dibujó su papel entre lo irónico y lo amargo, con una voz ya muy fatigada por los años pero con las tablas suficientes como para añadir esas arrugas de la garganta a la caracterización intrínseca del tetrarca. El Jokanaan de José Antonio López fue extraordinariamente intenso y concentrado, con una emisión muy homogénea y bien colocada que se benefició de forma clara de su ubicación, cantando con pulcritud desde el foso orquestal sin preocuparse del movimiento escénico que ejecutaba Carlos Martos en calidad de alter-ego danzante. Ana Ibarra cumplió con solvencia. A partir de ahí la adecuación de las voces del resto del reparto o las prestaciones de las mismas fueron decayendo hasta el límite de lo correcto.

Álvaro Albiach dirigió la Orquesta de Extremadura con un discurso ordenado que pretendía mostrar todo lo que sucede en las hendijas de la música de Strauss sin negar su expresionismo ni dejándose rebasar por su imponencia tímbrica. El resultado fue una apuesta más de bloque que de detalle, bien medida en sus tensiones y donde la orquesta se defendió como pudo (tocar al aire libre una ópera de estas características no es sencillo). Lectura sobria las más de las veces con breves desajustes en ocasiones, pero un nivel medio más que aceptable.

La sensación de conjunto fue la de una suma de buenos elementos que dan paso a algo mejor vistos unitariamente, con vocación de gran evento. Un éxito en la celebración del aniversario del nacimiento de Strauss y del propio Festival, y que a día de hoy transmiten una vitalidad contagiosa. Mario Muñoz Carrasco

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