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Por Publicado el: 10/05/2025Categorías: Colaboraciones

Historias musicales: Europa la crearon sus músicos

La Filarmónica de Berlín, con Riccardo Muti al frente, acaba de ofrecer en el Petruzzelli de Bari el llamado Concierto de Europa, una cita que se fundamenta, en parte, en una vieja idea: la construcción de la identidad europea, basada en unos valores culturales comunes, se fraguó, en gran medida, gracias a los músicos.

La Filarmónica de Berlín, con Riccardo Muti al frente, acaba de ofrecer en el Petruzzelli de Bari el llamado Concierto de Europa, una cita que se fundamenta, en parte, en una vieja idea: la construcción de la identidad europea, basada en unos valores culturales comunes, se fraguó, en gran medida, gracias a los músicos.

Riccardo Muti

La idea de una Europa unida en su diversidad la forjaron los músicos. Lo cuenta muy bien (cómo no) Stefan Zweig en Mensajes de un mundo olvidado. Aquellos pioneros que viajaban de un país a otro para conocer las obras de sus contemporáneos y dar a conocer las personales a otros públicos distintos de los propios se convirtieron en mensajeros entre los pueblos.

“Porpora fue a Londres y a Dresde, Paccini y Cherubini viajaron a París, Jomelli visitó Stuttgart, Calvará y Salieri se trasladaron a Viena, Cimarosa se fue a San Petersburgo, y su obra imperecedera, El matrimonio secret’, la escribió en Viena, en la misma Viena en la que Metastasio creó textos para óperas de músicos de todos los idiomas”, señala el escritor. Podría colocarse ahí también a nuestro valenciano Vicente Martín y Soler, que triunfó en las principales capitales centroeuropeas con sus óperas.

Y luego, Zweig ya coge carrerilla: “Esta generación cosmopolita vivía más allá de países, de lenguas y naciones, orgullosa de su fraternidad. Händel, Mozart, Haydn, Gluck, Spontini, todos escribían sus óperas basándose en textos en francés, inglés, alemán o italiano, e intercambiaban cartas de un colorido carácter políglota: cuando peleaban no lo hacían por mor de las distintas lenguas, sino por el arte, pues se sentían unidos en su objetivo, el de expresar el sentimiento humano (…) Por encima de la Europa geográfica, desde que sus pueblos están despiertos a la cultura, siempre hay un elemento intelectual visible, hay siempre otro tipo de arte, de ciencia, que enarbola la colorida bandera de la unidad”.

Viene a cuento el comentario porque acaba de celebrarse el llamado “Concierto de Europa”, que la Filarmónica de Berlín, bajo el patrocinio de la lotería de su país, suele ofrecer cada primero de mayo en alguna señalada ciudad del viejo continente. Esta vez, la orquesta germana se ha trasladado hasta La Puglia con uno de los directores italianos más representativos de nuestro tiempo, Riccardo Muti. Más allá de los casi 1500 asistentes, el aforo completo, distintas cadenas y plataformas han ofrecido la cita en directo, como suele ser habitual en este caso.

Para la cita en el Petruzelli de Bari, uno de los teatros más hermosos de Italia y que curiosamente pertenece a una familia, los Messeni Nemagna, donde se rodó Polvo de estrellas, con Alberto Sordi, el maestro napolitano escogió esta vez un programa bien representativo de ese fértil deambular de autores, obras y referencias históricas.

En la primera parte, como suele ser costumbre, se incluyeron obras de profesionales de la tierra donde se celebra el evento. Muti optó por músicos que le son afines, admirados, especialmente queridos, a los que no ha cejado de reivindicar nunca en toda su máxima expresión. De Rossini, frente a quienes juzgan (como el propio Beethoven) que su genio se basaba mayormente en la pericia para la comedia, el director honorífico de la Sinfónica de Chicago ha apostado, siempre, por exponer su otro rostro, el serio, donde surge el creador plenamente consciente de todos sus poderes, capacidades y virtudes.

En Guillermo Tell, la definitiva obra maestra del cisne de Pésaro, basada en la obra homónima de Schiller, aparece además la cuestión la libertad, representada como la legítima aspiración de un pueblo en su combate con el tirano invasor, que viene a alterar su modo de vida. Decía el querido Alberto Zedda que Arturo Toscanini había dirigido la obertura de esta ópera ignorante de todo lo acontecería después. No ocurre así con uno de los más acreditados acérrimos toscaninianos de hoy.

Ya desde sus primitivos tiempos en Florencia, Muti mostró precoz interés por poner en pie, restaurándole todos sus valores musicales (y los otros), el gran monumento rossiniano. Más tarde, en La Scala, con el concurso de un gran hombre de teatro como Luca Ronconi, regresaría a hacer lo propio, aunque quizá con mayores medios (los que ponía a su entera disposición el primer teatro de su país) y un estudio aún más hondo, sostenido y pormenorizado de la pieza; aunque optara por la versión en italiano, anatema para musicólogos y puristas, en lugar de la francesa.

La obertura de Guillermo Tell, sobre todo cuando se sirve desmenuzada con atención a todos los detalles, como ahora acaba de hacer Muti con los estupendos músicos berlineses, constituye casi un poema sinfónico que, en su idílica evocación de la naturaleza, solamente alterada por la aparición de la súbita tormenta, parece apuntar al Beethoven de la Pastoral. Pero hay mucho más. Sin citar los temas que luego se irán sucediendo en el transcurso del drama, como una pieza autónoma, Rossini ofrece un sutil resumen de su meollo: el pueblo suizo, que vive en armoniosa comunión con la naturaleza, ve su apacible existencia amenazada con la aparición de los nubarrones que ya apuntan al horror de la invasión.

Como nunca ha llovido que no escampase, al final, en esa célebre conclusión que sirvió de sintonía a las andanzas del Llanero solitario, las víctimas de la opresión se alzan en armas para expulsar al agresor durante fragorosa batalla. ¿Habrá pensado Muti en el destino de los ucranianos? En cualquier caso, la música del autor de Semiramide, con su nítido mensaje, desvela su atemporalidad, sirve para cualquier época. La libertad no es un bien o valor perenne, hay que cuidarlo y hasta defenderlo de sus eternos enemigos.

El siguiente autor escogido, Verdi, también sabía mucho de la oportunidad de preservar las identidades propias, sin dogmas ni fanatismos. Fue un gran europeo, que viajó por todo el continente adaptándose en algunos casos a los requerimientos de cada lugar, a veces a regañadientes. Al igual que Guillermo Tell, sus Vísperas sicilianas se estrenaron, también en París, hace ahora justamente 170 años. Como ya hiciera Rossini, escribió su ópera en francés y compuso los preceptivos números de danza, porque en la capital gala siempre se ha adorado el baile. ¿Podía considerarse por ello menos italiano? Jamás, pero como hombre inteligente supo adaptarse a los gustos y tradiciones de cada tiempo y lugar, valiéndose y enriqueciendo con ellos sus propios recursos.

Si no fuera por la necesidad que tenía de componer un ballet para la ópera parisina (como también le sucedería después en el Don Carlos), quizá Verdi no hubiese compuesto la que para algunos constituye su única pieza sinfónica. “Las cuatro estaciones”, que así se denomina una obra interpretada raramente, ni siquiera cuando se programa el drama para el cual fue concebida.

Si se ejecuta con el mimo que Muti y los berlineses han puesto ahora en su aclamada versión del Petruzelli, ofrece un encanto irresistible: la facilidad melódica del compositor se muestra inagotable, con reminiscencias, en ocasiones, de la música para la fiesta en casa de Flora de La Traviata. Presenta una facilidad y riqueza en la orquestación que pueden recordar a Chaicovski. Y tampoco resulta ajena al espíritu de aquel vals del autor que se creía perdido, y que en su momento se recuperó para la escena principal de El Gatopardo.

El ballet de Las Vísperas, en su aproximativa evocación del tránsito de las estaciones, remite también a la naturaleza, como en su caso la propia obertura de Guillermo Tell. Pero hay además otras circunstancias y detalles que refuerzan la unión en este singular programa. La creación verdiana está inspirada en El duque de Alba de Eugene Scribe, que Gaetano Donizetti ya había empleado para una ópera nunca rematada.

Con Verdi, la acción se traslada de la ocupación española de Flandes a otra anterior, la que los franceses realizaron de Sicilia. De nuevo, concluye con un levantamiento armado para expulsar a los odiados invasores, que prendió la mecha en Palermo y se trasladó inmediatamente hasta otras poblaciones como Corleone y Mesina.

Para redondear su actuación, Muti y la Filarmónica de Berlín incluyeron una efusiva lectura de la Segunda Sinfonía de Johannes Brahms. ¿Dónde se encontraría la conexión con las anteriores? Aquí entramos ya en el territorio más ambiguo de la pura música, sin connotaciones programáticas. Pero, más allá de que la orquesta alemana ejerciera como embajadora, a su vez, de sus propios autores, aparecen evidentes puntos de ligazón.

Los comentaristas más variados, desde su estreno, han considerado a la más luminosa de las creaciones sinfónicas del compositor hamburgués como una suerte de Pastoral, aunque, si se escucha bien, pueden percibirse más las influencias de Schubert que las de Beethoven. En el primer movimiento se aprecia cierto aroma de danza, próximo al encanto voluptuoso del vals.

Frente al monumental rigor teutón y la tendencia del autor a deslizarse, en ocasiones, por los brumosos senderos de la melancolía, Riccardo Muti supo subrayar con su gesto preciso pero flexible, vivificante, las líneas más diáfanas de la expresión esencialmente lírica que desprende esta sinfonía cálida, a ratos tierna y afectuosa como el regazo de una madre.

Al final ocurrió un detalle simpático: al desencadenarse la algarabía del público, Muti, aún de espaldas a los asistentes, les hizo un guiño a los músicos berlineses como si disculpara la ruidosa jovialidad de sus compatriotas, seguramente orgullosos de que el piloto de nave tan prestigiosa, ese día, fuese precisamente uno de los suyos, en su propio hogar. “La patria está en todas partes y en ninguna”, sostenía Goethe. Pero a veces resulta complicado sustraerse a ciertos comunes afectos compartidos.

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