Historias musicales: Rajmáninov, el seductor melodista que se peleó con la modernidad
Rajmáninov, el seductor melodista que se peleó con la modernidad
Ahora que en Moscú se acaba de clausurar el museo dedicado a preservar parte de su memoria (no se sabe si para siempre o si será algo temporal), conviene rescatar al eterno Serguéi Rajmáninov, uno de los compositores más amados por el público pero, casi en idéntica medida, destinatario de los ponzoñosos juicios, en ocasiones solo fruto de la amargura, la envidia y el rencor, del a menudo excluyente vanguardismo musical.

Rajmáninov, autor de varias entre las obras favoritas del público
Algunos compositores hubiesen podido prescindir encantados de una de sus manos si a cambio alguien les garantizara que llegarían a concebir una de esas contadas melodías que logran anidar en los corazones de la gente impregnándolos para siempre, más allá de los siglos, con esa capacidad para sobrevivir “a cualquier cambio de sistema”, como proclamaba Stravinski.
Para Haydn, en la melodía “reside el encanto de la música, y es lo más difícil de producir”, algo en lo que Mozart parecía estar de acuerdo al afirmar que es “la esencia misma de la música”. En cambio, Schumann, que creó unas cuantas maravillosas, tenía sus reparos: “¡Melodía! ¡El grito de guerra de los diletantes!”.
Durante las dos primeras décadas del siglo pasado, seguramente ningún otro compositor creó melodías más apasionadas que Serguei Rajmáninov: el cine puede dar buena fe de ello. Y no porque este compositor prestara su talento a la creación de bandas sonoras, nunca probó, como por el uso que este medio le dio a varias de sus reconocibles composiciones sinfónicas. El torrente de emociones subterráneas que David Lean retrata de manera magistral en esa oda sobre los amores clandestinos que es su Breve encuentro ensancha o matiza su caudal gracias a la fuerza abrasiva de su célebre Concierto número 2 para piano.
El poeta César Antonio Molina, en su análisis de la película (Tan poderoso como el amor), le confiere a esta pieza un carácter complementario esencial para reafirmar el tema del filme: esa sugerencia de “que el amor nunca es suficiente, que nunca es bastante y nunca es demasiado, que no se conforma con los límites establecidos. Amor puro; es decir, inexistente. Está más allá del ser”. Rajmáninov adoraba a Chejov, casi tanto como a Shakespeare, y Breve encuentro se inspiró en La dama del perrito,, ¿casualidades?
Nacido hace 150 años, en Semionov, uno de los principales centros de producción de las conocidas matrioskas, este compositor vivió a caballo entre dos mundos. La ruina familiar le condujo pronto a la música, una profesión digna, y de paso hasta Chaicovski, su mentor durante un tiempo breve pero decisivo, el romanticismo en estado puro. De él, como de algunos de los más destacados músicos de su patria, Glinka, Mussorgsky y, de modo muy particular, Rimsky-Korsakov, aprendió a buscar inspiración en la música folclórica de su país, en las canciones populares, con sus melodías portadoras del genuino espíritu eslavo, de una aparente simpleza pero capaces de perdurar.
Tan pronto como se decidió a abandonar Rusia, tras el estallido revolucionario del 17, para instalarse inmediatamente en la Europa nórdica, y más adelante fijar su residencia en Estados Unidos, tuvo que batirse con quienes consideraba los “modernistas”, esos compositores que, en sus propias palabras, “exigen ‘colores’ y ‘atmósferas’, e, ignorando todas las reglas de la construcción de la música, crean obras informes como la niebla que dura mucho”.
Contra estos últimos y sus más acérrimos partidarios, incluidos varios ilustres popes de la crítica, Rajmáninov lidió no pocas batallas en vida, de las que solía salir sin apenas rasguños gracias a la gran admiración que le profesaba el público, siempre dispuesto a llenar sus conciertos. Por mirar más al pasado que él había conocido de primera mano en su país, en lugar de lanzarse a abrazar el férreo, limitante ideario de la música de su tiempo, negándose a abonarse a ese nuevo evangelio que predicaba la única religión del progreso, también aplicado a las artes, fue tildado de furibundo retrógrado.

Aaron Copland se sentía deprimido ante la perspectiva de escuchar música de Rajmáninov
En su Historia del piano, Piero Rattalino opone al simbolismo encarnado en Scriabin (se supone que más propicio a su tiempo) la defensa que Rajmáninov representa del “ocaso del romanticismo ruso”, ese “sentimentalismo pequeño burgués” transformado “en arte de la percepción sonora, en exposición de los sentimientos estereotipados (melancolía, dolor, aspiración heroica) con materiales cristalizados”.
No es seguro que a pesar de los grandes éxitos que le proporcionaron sus conciertos para piano, en particular los números 2 y 3 y la Rapsodia sobre un tema de Paganini, algunas de sus sinfonías (fundamentalmente la Segunda) y piezas aisladas como su reconocible Preludio en do sostenido menor, el compositor lograra salir del todo indemne de aquellas virulentas acusaciones.
Los ásperos, destemplados y sarcásticos juicios que algunos de sus colegas emplearon para referirse a sus obras, como el de Aaron Copland (“la perspectiva de sentarme a escuchar una de sus extensas sinfonías o uno de sus conciertos para piano, para serles franco, suele deprimirme. Todas esas notas, pienso, ¿con qué fin?”) seguramente también hicieron mella en su ánimo: al final de sus días apenas escribía nada.
Ya desde el inicio, las terribles críticas cosechadas tras la composición de su Primera sinfonía, durante su bautismo de fuego, lo habían sumido en una grave depresión de la que sólo lograría salir con la ayuda de un psiquiatra, el doctor Dahl. De aquel abatimiento que lo mantuvo alejado de la composición durante una época larga, salió plenamente reforzado tras el recibimiento triunfal que luego obtendría su Concierto número dos para piano, dedicado precisamente a su particular galeno salvador.
Pero en algunas de sus declaraciones posteriores mostraría una cierta impotencia por no lograr insertarse en la corriente de los tiempos. Una impostura, quizá, que en el fondo reflejaba cierto poso amargo, como aquella vez que declaró: “Me siento como un fantasma que deambula por un mundo que le resulta extraño. No puedo abandonar el viejo método de escritura ni puedo adoptar el nuevo. He llevado a cabo intensos y prolongados esfuerzos para sentir las maneras musicales del presente, pero todo ha sido infructuoso”.
Aunque en otros instantes, quizá menos contemplativos, no dudaría en volver a la carga valiéndose, además, del argumento de unos de sus autores favoritos. “Chejov afirmaba que escribir es sobre todo borrar, y que un escritor debe tener siempre una goma a mano. Tengo la impresión de que no hay gomas en las casas de los compositores contemporáneos. Aunque no niego que algunos tengan talento”, afirmó.
En lo que incluso hasta sus más enconados críticos, como el citado Rattalino, se muestran unánimes es acerca de su contribución como pianista, “una de las más impresionantes personalidades de intérprete que jamás haya existido” sobre los que se conservan testimonios grabados: en su caso, registró varias de sus obras fundamentales, aunque en cambio detestara la radio porque permitía escuchar música y al mismo tiempo barrer la casa.
Vulgaridad imperdonable para un hombre que se había forjado bajo las estrictas reglas de Nicolai Zverev, una suerte de gurú de los jóvenes pianistas en Moscú que, junto a los más íntimos secretos del instrumento, instruía a sus alumnos (entre los que también anduvo Scriabin) sobre las rígidas normas de la etiqueta social. Zverev tenía bien claro que de nada sirve tocar como los propios ángeles si luego no se acierta con la elección del vino.
Alto, de gesto adusto, tieso como un palo, austero en la expresión y las formas, con el cabello rasurado a su mínima expresión y los rasgos propios de los mongoles, Rajmáninov causaba asombro en los auditorios a través de su pasmoso dominio del teclado, ejercido mediante el mínimo despliegue. “El único pianista que conozco que no hace muecas”, aseguraba Stravinski. Toda su fortaleza se concentraba en antebrazos y dedos, el resto del cuerpo permanecía inmóvil.
Trabajó con las principales orquestas y directores de su tiempo, aunque nunca olvidó la fascinante experiencia de tocar su Tercer concierto para piano, originalmente escrito para el otro genio del teclado en su época, su amigo Josef Hoffmann, con Gustav Mahler. Quien desee conocer sus propios consejos acerca de la interpretación, que busque Réflexions et souvenirs (Libella, Paris, 2018), un formidable librito que condensa lo fundamental de su pensamiento.
Rajmáninov solía pasar gran parte del año entre Estados Unidos, donde falleció, y Europa. Para su pesar nunca regresó a lo que entonces ya era la Unión Soviética, y hay quien apunta a su desconexión con la patria perdida como otra de las causas fundamentales de ese exilio interior que le alejaría de la composición en sus últimos años. El tiempo fundamental lo dedicaba a los conciertos. A través de la interpretación de sus propias obras logró sumas fabulosas algo que, conviene nunca olvidarse, tampoco se perdona fácilmente. Los veranos solía reservarlos para componer en su casa de Lucerna, cuando aún tenía ganas, en silencio y ante la presencia majestuosa de la naturaleza.
Sus creaciones se irían espaciando con el tiempo. Entre las que últimamente más se reivindican figuran las canciones (el gran bajo Fiodor Chaliapin fue uno de sus grandes defensores, Asmik Grigorian las grabó no hace mucho) y las óperas, como Aleko, que sedujo a Chaicovski hasta el punto de llegar a proponer un doble programa que incluyera su Iolanta; El caballero ávaro, programada en la Fundación March aunque con medios precarios, o Francesca da Rimini, con libreto del hermano de Chaicovski. Por supuesto, junto a magníficas, vigorosas, plenas de encanto obras orquestales como La isla de los muertos o sus Danzas sinfónicas, que siempre suelen hallar fácil asiento en las programaciones actuales.

Asmik Grigorian interpretó canciones de Rajmáninov en el Palau de les Arts © Miguel Lorenzo
Su amigo Nicolau Medtner, lejano compañero de los días en casa de Zverev, se lo encontró un día en Italia, en los años 20, y aprovechó para preguntarle por la razón, ya por aquella época, de su enigmático mutis creativo. “¿Cómo podría componer sin melodía?”, fue su respuesta. A lo que Medtner apostilló: “Hace falta mucho valor para cuadrarse ante el propio Dios y ante el mundo y decir: ¡Sólo podría escribir si ella volviese! Eso es verdadera sinceridad; un gran hombre… y un gran artista”.
Si lo sabrán hasta Frank Sinatra y Bob Dylan, que bastantes años más tarde llegarían a interpretar Full moon and empty arms, el segundo en su inclasificable álbum de extravagancia nostálgica Shadows in the night. Búsquenla si acaso como curiosidad o placer culpable: está basada en el tema principal de su segundo concierto para piano; ese mismo que hoy continúa ejerciendo de seguro, eficaz y poderoso talismán para tantas personas como aún se internan en el fabuloso universo de los sonidos, quizá por primera vez. Sobre todo si lo hacen buscando eso que ya durante el siglo XVI prescribía sir Philip Sidney, “una melodía lamentable es la música más dulce para una mente afligida”.
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