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Por Publicado el: 17/05/2025Categorías: Colaboraciones

Historias musicales: Temistocle Solera, mucho más que el autor de “Nabucco” y “Attila”

Temistocle Solera, mucho más que el autor de Nabucco y Attila

El poeta, músico, empresario y posible amante de Isabel II , que le nombró director del Teatro Real madrileño, colaboró con Giuseppe Verdi como responsable de los libretos de varias de sus primeras óperas: Oberto, Nabucco, I Lombardi y Attila.

Temistocle Solera, mucho más que el autor de "Nabucco" y "Attila"El poeta, músico, empresario y posible amante de Isabel II , que le nombró director del Teatro Real madrileño, colaboró con Giuseppe Verdi como responsable de los libretos de varias de sus primeras óperas: Oberto, Nabucco, I Lombardi y Attila.

El escritor y empresario Temistocle Solera

Más allá de la creación de un buen puñado de obras maestras definitivas de la historia de la civilización occidental, que ellos contribuyeron a cimentar, a Mozart y a Verdi les une además otra una condición particular: la colaboración con dos personajes italianos, absolutamente fascinantes, para la concepción de algunas de sus óperas más populares. El austriaco contó con Lorenzo Daponte como escritor encargado de dar forma a su trilogía mayor: Las Bodas de Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte.

Escapando de la furia de uno de los maridos de sus muchas amantes casadas, Daponte salió de Venecia “por patas” hasta establecerse en la corte vienesa como poeta, para más adelante acabar sus días de profesor de literatura en Nueva York, en su Universidad de Columbia, época que aprovechó además para supervisar la puesta en escena del estreno americano de Don Giovanni, junto a Manuel García.

Este antiguo abad, e íntimo del legendario seductor Giacomo Casanova, en el que se dice que se inspiró para algunos episodios de su segunda colaboración con Mozart, tiene una película (o más bien una serie) en su azarosa vida, algo que Carlos Saura ya esbozó, a su propia manera, en su Io, Don Giovanni.

Temistocle Solera, desde luego, no se le queda atrás. Poeta, director de escena y orquesta, cantante, compositor, empresario, espía, jefe de policía, diplomático, aguador de caminos, anticuario…, y hay quien sostiene que amante de la Reina Isabel II durante su fructífera etapa madrileña, el relato de su peripecia existencial, sin demasiados adornos ni literarias licencias, excedería con creces la imaginación de la nueva generación de escritores españoles, por ejemplo.

Solera, dueño de un físico que no pasaba desapercibido:  alto, fornido, siempre a la última, nació en 1815 en Ferrara (Italia), hijo de un abogado que fue a parar a la cárcel por oponerse a la ocupación austriaca de su país. Lejos de ensañarse más con la familia, las autoridades enviaron al pequeño Temistocle a estudiar en Viena, donde pudo forjarse una esmerada educación, demasiado formal para su naturaleza indómita y aventurera.

De ahí que decidiera dejar el internado para fugarse con la mujer del dueño de un circo, donde inició sus primeros contactos con el mundo del espectáculo. No duró mucho: la familia le reclamó para enviarlo a la Universidad de Pavía, y que de paso adquiriese una formación musical en el Conservatorio milanés, donde estudiaban los mejores.

Por allí también pasaron Giuseppe Verdi, para el que luego escribió el libreto de su primera ópera, Oberto, y el compositor Emilio Arrieta, cuya obra de presentación en Italia,  Ildegonda, también debe su texto a Solera. Colaborador de una de los primeras revistas culturales europeas, Il Pirata, novelista (Michelino) y compositor de títulos líricos estrenados en la misma Scala, como Il contadino d’Agleitate, sus múltiples empeños no le eximirían de andar siempre corto de efectivo, con sus acreedores a menudo pisándole los talones.

En una ocasión acudía a unas representaciones de I Due Foscari de Verdi, cuando el barítono protagonista cayó enfermo. Solera, que además poseía una voz potente, muy atractiva, se ofreció para salvar la función y lo logró.

Concluida la ópera con éxito personal, cuando ya se encontraba en el camerino, se vio interceptado por uno de esos señores que le reclamaban el pago de una deuda. Dijo que salía un momento para buscar el dinero, se montó en el carruaje reservado para la soprano protagonista y huyó del lugar sin cambiarse la vestimenta. De madrugada, paró en un pueblo donde los lugareños, viéndolo como el Dux veneciano, con su barba blanca postiza, lo confundieron con un obispo. El falso prelado salió del paso colmándolos de bendiciones, sin más.

Verdi volvería a contar con Temistocle Solera para su primer gran éxito, el que encauzaría su fama y fortuna, Nabucco. Y después le siguieron los de I Lombardi y Attila. Durante la gestación de este último sobrevino la ruptura artística, y podría decirse que también personal.

El compositor, muy enfermo durante el último tramo de la composición de la ópera, requirió de Solera unos cambios que nunca llegaron o lo hicieron ya demasiado tarde. Siempre preocupado por mantener su elevado tren de vida, el bon vivant se había casado con una prometedora soprano más joven que él, Teresa Rusmini, con la que decidió establecerse en España en busca de nuevos proyectos y más cuantiosos recursos.

Mientras su mujer comenzaba a labrarse un nombre en la escena lírica barcelonesa, Solera inició una colaboración con El Genio, el semanario fundado por Víctor Balaguer, y estableció algunas buenas relaciones hasta que decidió marcharse a Madrid con el objetivo de ganarse un puesto de privilegio en la corte, basado en sus muchas habilidades y buenos contactos. Zaragoza, Valencia y casi todo el sur también fueron visitadas, en algún momento, por la pareja. Pero el destino más seguro parecía la capital.

La leyenda cita que en el foyer de un teatro (hay quien sostiene que fue durante una función de ópera que él mismo dirigía, y que se abalanzó batuta en ristre sobre el interpelado, parando la función) escuchó a un oficial del ejército hablar mal de Isabel II y se le encaró directamente diciéndole en voz bien alta: “El oficial que insulta a su reina es un traidor; el hombre que ofende a una dama es un cobarde”. La monarca, al enterarse, lo invitó a palacio iniciándose entre ambos una fecunda relación, sobre todo en el plano laboral, para él, por la acumulación de cargos que incorporó hasta su nombramiento como director del Teatro Real, al poco de su fundación.

Bajo su mandato, el Real conoció una época rutilante, de extraordinario esplendor artístico. Una publicación de la época citaba: “Ninguna empresa en Madrid había puesto en escena espectáculos como este empresario los ha puesto, y ninguna empresa ha sido nunca tan galante ni condescendiente con el público y con los artistas como el actual” (según relata Víctor Sánchez, en su muy documentado libro Verdi en España).

Pero la excelencia artística no se vio acompañada por el éxito empresarial. A los importantes déficits, habría que añadir la inquina suscitada en personajes como el marqués de Salamanca, al que había desbancado como primer responsable de la institución (la tendencia de algunos aristócratas, falsos y verdaderos, de mangonear sobre los destinos del principal coliseo de la capital manifiesta largo arraigo).

El desigual pulso entre el grosero poder aristocrático y el talento fue un envite que Solera -como estaba escrito- perdió, lo que propició su traslado a Barcelona. En esta ciudad, su esposa parece que cantó mucho, bien y de todo, desde Nabucco hasta la Marina de Emilio Arrieta. P

recisamente con el compositor nacido en Puente la Reina, Solera ya había colaborado en La conquista di Granata (así, en italiano, como debían estrenarse las óperas serias españolas si querían gozar de éxito en su propio país), un título muy del agrado de Isabel II, ya que la exaltación que se ofrece de Isabel la Católica, protagonista de esta partitura dramática, como artífice de la unidad nacional, se estimaba una proyección de las propias virtudes de la reina que puso fin a la contienda carlista.

Los éxitos de la Rusmini le servirían al siempre audaz y activo Solera, de nuevo, para participar en la organización de las temporadas del Liceo barcelonés, gracias a su privilegiada agenda y profundo conocimiento del medio. De su época catalana nació el proyecto de una de las primeras óperas españolas, La hermana de Pelayo, con música y letra del propio Solera, en la que algún estudioso ha apreciado similitudes con los modos y estilo de Verdi.

Como en Nabucco, La hermana de Pelayo cuenta con la parte coral como uno de los protagonistas principales y, al igual que sucedió con el Va pensiero, durante el estreno catalán el número más aplaudido fue el coro del acto II, pleno de nostalgia y melancolía. Tanto cariño parecía tenerle a su obra, que el compositor, poco tiempo después, durante su regreso a Italia, propuso adaptar el libreto para otro músico, Stefano Ronchetti, que en 1856 estrenó La fanciulla delle Asturie (La muchacha de las Asturias).

El retorno a la patria le resultaría, en un primer momento, tan azaroso como el resto de sus días. El barco en que emprendió regreso desde la capital catalana zozobró y, aunque pudo salvar la vida de milagro, perdió todas sus pertenencias. Verdi nunca quiso saber nada más de él, si bien en alguna ocasión le prestó ayuda económica de forma anónima. Pero por alguna u otra razón sus destinos estarían siempre ligados.

En sus últimos años, las ansias nunca satisfechas de aventuras (con sus trapisondas) le llevaron a emplearse brevemente como aguador de caminos, servir como correo entre Napoleón III y el rey Victor Emanuele de su país y hasta ejercer de jefe de policía en Florencia, Palermo y Bolonia. Precisamente su eficacia en el control de la delincuencia fue lo que llevó al jedive de Egipto a proponerle organizar la policía de su país. Y ya de paso, reconocidas sus dotes artírstico-empresariales, que se encargara de organizar los fastos de la inauguración del canal de Suez, cuyo acto central fue el estreno de una nueva ópera, Aida… de Verdi.

Siempre inquieto, Solera decidió en algún momento establecerse en París como anticuario, pero su suerte no sería la de Jean Marie Rossi. Quebró pronto perdiendo todo lo ganado durante su provechosa etapa egipcia. Su definitivo retorno a Milán coincidió con una última etapa sellada por penalidades y la enfermedad. Como todos, se fue solo de este valle de lágrimas el 21 de abril de 1878, un domingo de Pascua, pero en su caso habiendo vivido varias animadas existencias en una misma.

César Wonenburger

Publicado en El Debate

https://www.youtube.com/watch?v=AlFLVPBqesg

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