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Por Publicado el: 16/06/2005Categorías: En la prensa

La batuta elegante a la que se rindió La Scala

La batuta elegante a la que se rindió La Scala .
Coetáneo de Karajan, Bernstein y Solti, ‘La Traviata’ que dirigió en Milán en 1956 es ya parte de la Historia de la Opera. RUBEN AMON
EL MUNDO, 16-06-2005

El maestro Giulini ha muerto a los 91 años en la soledad de un hospital de Brescia (norte de Italia), aunque los vecinos del barrio milanés de Brera todavía lo recuerdan paseando despacito, con aspecto ascético y provisto de un sombrero que le otorgaba tanta elegencia y distinción como exponía en la cima del podio.
Giulini había decidido retirarse en 1998 sin ruido ni ceremoniales, pero fue incapaz de guardar la batuta en el estuche. De modo que acudía a enseñar el misterio de la música a los jóvenes de la Orquesta Verdi. Sin remuneración, público ni horarios.

Era un compromiso personal, una manera de obligarse, un ejercicio de altruismo que algunos privilegiados pudimos transgredir refugiados en la butaca de los ensayos clandestinos. Aparecía entonces la figura mística de Giulini, arropada en un jersey de cuello alto negro y orgullosa de la media sonrisa heredada de Mozart.

Nada de medidas autoritarias ni de gestos dictatoriales. El maestro hablaba a los muchachos en un plano abstracto. Les decía que el adagio de una sinfonía de Beethoven era como el preámbulo de una tempestad. «Imaginadlo así y entonces la música nacerá espontáneamente», decía Giulini sin apenas esforzar la voz.

Se ha muerto un director de orquesta gigantesco. Pero además ha desaparecido el último alfil de una generación memorable.La generación de Karajan, de Bernstein, de Solti, todos ellos artífices de la segunda mitad del siglo XX y protagonistas de una tertulia sin guión que tuvo lugar en la acrópolis de un café de Viena.

-Me ha dicho Dios que soy el mejor director del mundo- sentenció Carlo Maria Giulini sin inmutarse.

-Qué raro -respondió Solti-. Precisamente El se me ha aparecido y me ha asegurado que yo era el número uno porque además de director, soy un excepcional pianista.

-No lo entiendo -intervino Bernstein-. Dios me comentó anoche que no había dudas sobre mi hegemonía: el mejor director, el mejor pianista, el mejor compositor…

Y, entonces, se apareció Karajan:

-Amigos míos, no recuerdo haberos dicho nada.

La anécdota se ha quedado sin supervivientes, aunque la muerte de Giulini, como la de sus compañeros de delirio, resulta más llevadera echando mano a la discoteca y escuchando, por ejemplo, La traviata que alumbró La Scala en 1956.

Cantaba Maria Callas en el apogeo de la gloria y de la plenitud vocal, pero además intervenía la dirección escénica de Luchino Visconti. O sea, que Giulini, entonces prometedor y pujante, se arriesgaba a ocupar el papel de comparsa.

No sucedió así. Al contrario, ocurrió que las funciones en el templo milanés convirtieron al maestro en la nueva referencia del foso operístico italiano. Un relevo definitivo a las figuras inconmensurables de Victor de Sabata y de Toscanini.

Cuestión de talento, de disciplina, y de vocación. Porque Giulini, nacido en Barletta (1914), despuntó prematuramente como talento musical. Suficiente para que sus padres decidieran matricularlo en la Accademia Santa Cecilia de Roma, donde el prometedor muchacho cursó estudios de viola y dirección.

Una formación complementaria que le sirvió para ganarse la vida en el anonimato de la orquesta y para proyectarse en el podio.Lo hizo de manera definitiva en 1944, aunque los compromisos militares de la II Guerra Mundial -estuvo en el frente balcánico con el uniforme tricolore- condicionaron su carrera hasta que De Sabata decidió invitarlo a dirigir en La Scala en la temporada de 1951.

La experiencia dio lugar a la contratación de Giulini como titular del templo milanés (1953-1956) e incluso sirvió de reclamo a las grandes orquestas internacionales. Primero la Sinfónica de Chicago (1969-1978). Después, la Filarmónica de Viena (1973-1976).Y, más adelante, la Filarmónica de Los Angeles, donde permaneció seis años (1978-1984) tan sumergido en el repertorio sinfónico romántico como alejado de la vida social excesiva que predominaba en la capital cinematográfica. El propio Giulini admitía que únicamente tuvo un amigo, Danny Kaye, en la ciudad californiana.

Giulini tendía a redimensionar la importancia del director de orquesta y a considerarlo un intermediario sin galones. «La música», decía, «es un acto de posesión. Mientras dura el concierto, el director debe estar convencido de que sólo puede interpretarse en el modo en que lo hace. Así se contrae una responsabilidad supeditada a una máxima imprescindible: el director no es nadie, sólo existe el compositor, el genio».

La conciencia gregaria explica que Giulini se alejara de la extravagancia de tantos colegas y que terminara hartándose del divismo operístico.No volvió a dirigir una ópera desde 1992 ni quiso dejarse llevar por el ajetreo de las giras al estilo fast-food. Prefirió detenerse, reflexionar, convertir la dirección de orquesta en un acontecimiento, muchas veces a caballo del perfeccionismo y del humanismo.

Giulini frecuentaba casi siempre los mismos compositores -Beethoven, Debussy, Bruckner, Brahms-, viajaba con el Requiem de Verdi e y tuvo el valor de cortarse la coleta en la plenitud. Sin miedo: «La salud y la sensación de declive no me han dejado otro camino que abandonar el podio. Uno de los argumentos que más han pesado ha sido el de darme cuenta de que era preferible mantener el recuerdo de todo lo que fui, y no de una parte. No quiero mostrar una imagen de decadencia, prefiero que los espectadores conserven a aquel director de orquesta que trabajó tantos años para servir a la música como se merece», nos decía Giulini en su residencia milanesa.

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