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La estampida de «Lulu» angustia al Teatro Real
Por Publicado el: 19/10/2009Categorías: En la prensa

La difícil tarea de escuchar

La difícil tarea de escuchar
ABCD, 17 de octubre
Una vieja carpeta a punto de reventar conserva todavía la amplia colección de artículos publicados hace doce años con motivo de la apertura del Teatro Real. La gestación del proyecto había sido larga y llena de vericuetos, las anécdotas y chascarrillos brotaban como un géiser, y cualquiera se sentía con capacidad para determinar la manera en la que debía gestionarse.

Entre lo más significativo destaca la opinión de aquellos que reflexionaban sobre el futuro añadiendo una idea novedosa y sorprendente: había que educar al público. ¿Por qué?, preguntamos algunos en silencio. La ópera en Madrid parecía un género consolidado más allá de repertorio convencional. El Teatro de la Zarzuela contaba con una audiencia fiel y, desde allí, alguien como José Antonio Campos había demostrado que los espectadores veían con agrado el repertorio habitual y admitían experiencias menos convencionales. Hacía tiempo que Kiu, de Luis de Pablo, había dado pie a otros compositores a iniciar la aventura operística. El género estaba de moda.

Ensalada de difícil aliño. Todo ello se puede comprobar sin abrir la carpeta. La recién estrenada hemeroteca internaútica de ABC facilita la información sobre cualquiera de las novedades: «Hace sólo unos años habría sido impensable… varios minutos de ovaciones… éxito completo… Berg llega a cualquier persona sensible al margen de lo ajena que pueda verse con respecto a estas corrientes», escribía Antonio Fernández-Cid alrededor del estreno madrileño de Lulú, en tres actos, el 19 de marzo de 1988.

Cualquier iniciado habrá averiguado que el exordio viene a colación del reciente reestreno madrileño de esta ópera y el tan cacareado abandono de un significativo número de «indignados» espectadores cuyas razones son algo difuso. ¿Les ofendió una música que es del tiempo de nuestros abuelos?, ¿asustó el poder magnético de la mujer serpiente y sus dramáticas consecuencias?, ¿quizá no gustó la interpretación de un reparto que para sí quisieran muchos teatros?, ¿o la dirección musical de un maestro al que Madrid ya ha escuchado y demostrado su admiración?, ¿la congelada escenografía realizada a partir de una estética minimalista que puede ser muchas cosas menos algo moderno?, ¿la dirección escénica de un teatro trabajado con minuciosidad?

Una vez más, se ha escrito mucho sobre el asunto aunque ahora la colección de artículos se parezca a una ensalada de difícil aliño en la que se incluyen intereses cruzados. Recuérdese que en el prólogo, el director general del Real publicitó que la propuesta era «mucho más difícil que una ópera con decorados» (sic), condicionando la opinión de los espectadores que, al menos, el día del estreno traían la frase en el bolsillo.Al margen de que con ello dejara asomar el inconsciente colectivo de un teatro que a duras penas cree en su presente, hace lo justo por promocionarlo, y sólo apuesta por un futuro que está por ver.

Tanto es así que, poco después del estreno, algún crítico pronosticaba de viva voz: «¡Cuidado, que éste es el repertorio Mortier!». Lo que quiere decir, como también se ha señalado, que conviene resguardarse de esta «música atonal, cuajada de armonizaciones dodecafónicas, con un canto escrito (o mal escrito) ad hoc, [donde] cantar para, muchas veces, terminar gritando ?cumpliendo con el pentagrama? no es cantar» (sic, de nuevo).

Historia digerida. Es curioso que quienes han de sosegar, explicar y valorar, acaben condicionando, confundiendo y alentando para que una minoría, que se ha erigido en representante de los aproximadamente 14.000 asistentes que irán a las nueves funciones de Lulú, determine lo que pueda suceder de ahora en adelante. Aunque le duela al lector, tradicionalmente el gusto del público prefiere resguardarse en terreno conocido, entre otras lógicas razones porque nadie va al teatro a estudiar sino a disfrutar. Por eso, si muchos creadores han llevado la imaginación a terrenos más audaces ha sido por iniciativa propia. Pero ni tan siquiera Lulú en el Real se puede plantear en estos términos, pues se trata de la contemplación de un objeto que, a estas alturas, es historia digerida.

Por eso, entre tanto comentario, hay algo más llamativo y es el que nadie haya vuelto sobre aquella vieja sugerencia de educar, terreno en el que el Real se ha dormido (el hecho es evidente) mientras el sistema educativo general no para de lanzar a la vida a generaciones de sordos funcionales a la música histórica, la del pasado y la de ahora, que, lógicamente, tampoco tienen la menor curiosidad por descubrirla.

Dicho de otro modo, que si la cultura es conducta aprendida, como explica algún postulado de la moderna antropología, algo hace sospechar que el camino se está torciendo. Con lo fácil que habría sido hacer caso a quienes lo vaticinaron. Alberto González Lapuente

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