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El laberinto de las recuperaciones musicales(I)
Ramón Tebar, dedazo sin contemplaciones
Por Publicado el: 07/08/2017Categorías: Colaboraciones

Las amistades súbitas de Míster Batuta

Las amistades súbitas de Míster Batuta

Un verano, hará cosa de cinco o seis años, paseaba con un amigo oboísta por las calles de Salzsburgo, poco antes de la prueba acústica de su concierto. Sonó de repente el móvil y su gesto cambió por completo. Tras una conversación ininteligible en uno de esos idiomas babélicos a medio camino de cualquier parte que usan las orquestas, colgó y me pidió un favor: un maestro, primer espada de la dirección de orquesta donde los haya, venía a ver la actuación y quería que yo ejerciera de anfitrión improvisado. Accedí y la tarde resultó muy agradable con, digamos, Míster Batuta. Hablamos poco más de una hora antes de sentarnos en nuestras butacas, pero con una intensidad feroz. Me habló de su familia, de lo que es trabajar en otra cultura, de su certidumbre de no estar dejando huella en músico alguno, de su esfuerzo mental continuado, del fantasma de la rutina en los ensayos… y de su soledad. Una soledad que él sentía titánica, de magnitudes mayúsculas, de cola larga. Habló de su sensación de Ulises moderno sin Homeros que lo respalden, perdido entre las Calipsos musicales, y también de su culpabilidad por haber convertido a su familia en una improvisada Penélope carente de manta que destejer, siempre a la espera del retorno.

Lo que en su momento pensé -que aquella charla surgió por sencilla conexión-, se ha trocado más costumbre con muchos otros tras unos cuantos años de entrevistas, derrotas varias y realidad laboral musical. Directores, cantantes y solistas han tenido la misma capacidad de síntesis y amistad casi feroz con desconocidos como yo. Y, claro, en realidad nunca se trató de que mi persona les resultase especialmente empática, sino de la simple y llana batalla contra la soledad del músico. Esa amistad súbita con Míster Batuta respondía únicamente a su necesidad de conculcar la soledad de manera urgente con un maniquí atento. Y a maniquí parece que nadie me gana.

Es curioso ese paisaje árido repetido: para muchos artistas la soledad de viajes, estudio, conciertos y traslados va con el cargo, y no es cuestión quejarse. Tener trabajo, reconocimiento y estabilidad económica es mucho más de lo que la mayor parte del mundo puede siquiera soñar. Pero para otros muchos, sin perder de vista todo lo anterior y lo privilegiada de su situación, el día a día se va convirtiendo en una celda con vistas de lujo. Pianistas en gira, cantantes solicitadas y directores invitados van deambulando por los escenarios y coleccionando relaciones de plástico con quien encuentran, acumulando esa bilis negra de la melancolía de la que hablaban los griegos.

A diferencia de otras realidades laborales que tienen a la soledad en su centro (piénsese en un guardia jurado en un turno de noche), el aislamiento del trabajo musical es extraño, porque su máximo exponente -el concierto- es uno de los rituales masivos más intensos de la civilización occidental, de máxima comunión si se quiere ver así. Son el antes y el después los que en según qué perfil de artista itinerante ocasionan vacío. La preparación requiere de tiempo aislado, no hay otro camino. Y que conste que no hablamos de personas con tendencia a ese sentir melancólico que achacaba Aristóteles a los hombres de genio en su problema XXX, ni a esa “necesaria tristeza” que Schelling creía inevitable en cualquier proceso de pensamiento. Es más un discreto exilio interior que se basa en una cotidianeidad sin espacio para un amigo rutinario. Les falta la indispensable cuota de superficialidad.

Un pianista que visitó Madrid hace unos meses se me quejaba: «Todos los componentes de la orquesta se conocen, y al acabar los conciertos se van a sus casas o con sus amigos. Yo vuelvo a mi hotel y estudio o malgasto el rato frente a una tele que no entiendo. Lo hago por no pensar». Algo parecido comentaba un cantante que comienza ahora la vorágine: «Estoy en todos los escenarios que siempre soñé con pisar, pero no me siento como creía». ¿Cómo se gestionan los interiores de cualquier músico acostumbrado a tratar en notas musicales asuntos trascendentes pero que no tienen a quién contarles que les duele el dedo meñique de un pie?

«Es una soledad de diseño. Problemas pijos del Primer Mundo», me decía un amigo. Es probable. Pero no deja de resultar paradójico que artistas que consiguen transmitir tanto consuelo y capacidad balsámica sobre el escenario a cada oyente necesitado vivan el resto de su día, como Míster Batuta, mendigando caso. Mario Muñoz Carrasco  

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