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Las críticas a Kaufmann en la prensa de papel
Las críticas en la prensa a "Die Soldaten" en el Real
Por Publicado el: 23/06/2018Categorías: Diálogos de besugos

Las críticas a «Lucia» en la prensa de papel

Aquí tienen, como habitualmente, las críticas que van apareciendo en los medios en papel de difusión nacional sobre «Lucia di Lammermoor» en el Teatro Real. Un triunfo vocal y una escena que impide un éxito aún mayor. David Alden presenta una escena oscura, todo el tiempo en la sala de una mansión en la que se entra y sale por las ventanas y no las puertas, con una cama que va de aquí allá. Además se inventa un abuso sexual de Enrico a su hermana y plantea mal la entrada de Lucia loca. David Alden se empeña en contar más cosas de las necesarias. Poco le falta para hacer que una manada de escoceses viole a la aniñada Lucia. En la ópera cabe la reflexión, pero no la masturbación mental y, sobre todo, ha de reflejar y potenciar la música, no desviar su sentido y atención, porque suele ser verdad que todo está escrito en las notas. Orden en la orquesta y magnífico el coro. Muy bien Lisette Oropesa, con una voz que proyecta de gran facilidad en el registro alto y una magnífica concepción del personaje tanto vocal como escénicamente. Camarena canta muy bien Edgardo, con una cierta falta de peso en algún momento, y regala un sobreagudo en su muerte. Con buena voz Artur Rucinski pero no siempre en estilo. Muy bien Roberto Tagliavini y los comprimarios, empezando por el destacable Arturo de  Yijie Shi. Una representación de elevado nivel en lo vocal que es lástima no se vea potenciada por la escena.

 

Donizetti: “Lucia di Lammermoor”. Lisette Oropesa, Javier Camarena, Artur Rucinski, Roberto Tagliavini, Yijie Shi, Marina Pinchuk, Alejandro del Cerro. Director de escena: David Alden. Director musical: Daniel Oren. Teatro Real, Madrid, 22 de junio de 2018.

 

La presión social, gráficamente simbolizada en la puesta en escena de David Alden al final del segundo acto de 'Lucia di Lammermoor'.

Foto: Javier del Real

EL PAÍS, 23/06/2018

Amores violentos

David Alden apuesta por una intensa teatralidad para dar vida a la ópera ‘Lucia di Lammermoor’

Lucia di Lammermoor no es una ópera cualquiera. Es la que van a ver explícitamente, cantada en francés, Charles y Emma Bovary en la provinciana Ruan, pero también la que interpreta implícitamente Adelina Patti en la aristocrática San Petersburgo, y a cuya representación acuden, por separado, Anna Karenina y el conde Vronski. Se trata de dos escenas psicológica y argumentalmente decisivas en ambas novelas, que Proust y Tolstói situaron al final de la segunda y la quinta parte, respectivamente. En la primera novela de E. M. Forster, Where Angels Fear to Tread, se narra asimismo una función de Lucia di Lammermoor en un pequeño teatro italiano y una de las protagonistas, Harriet Herriton, no alcanza a entender las pasiones que se desencadenan en la ópera, ni comprende el bel canto, y ella misma acabará perdiendo luego la razón, igual que la heroína de Donizetti.

Walt Whitman se recluyó al final de su vida en una pequeña casa en Camden, postrado en la cama o atado a una silla de ruedas. Allí pasaría horas hablando con Horace Traubel, que transcribió unas conversaciones que ocuparían más de seis mil páginas y que recordó cómo, pocos meses antes de morir, el poeta seguía hablando con entusiasmo de Lucia di Lammermoor, una ópera que había aparecido expresamente citada en su poema Orgullosa música de la tormenta: “Veo el brillo poco natural en los ojos de la pobre y enloquecida Lucia; / su pelo cae suelto y desgreñado por la espalda”. Y en un artículo publicado años antes, el 14 de agosto de 1851, en el New York Evening Post, había exclamado: “¡Oh, dulce música de Donizetti! ¿Cómo pueden dudar los hombres qué rango darte?”.

Lucia di Lammermoor aparece también en El hotel New Hampshire, la novela de John Irving, donde da lugar a diversas disquisiciones histórico-musicales entre John, el narrador, y su hermano Frank, en las que vuelve a asomar el nombre de Adelina Patti. Paul Muni, que interpreta al pistolero Tony Camonte en Scarface, la película que dirigió Howard Hawks en 1932, cada vez que mata a alguien silba la melodía que canta Edgardo al comienzo del famoso sexteto, al final del segundo acto de la ópera y, con toda certeza a modo de homenaje, Martin Scorsese decide que Lucia sea también la ópera que ve representar el mafioso Frank Costello (Jack Nicholson) en Los infiltrados, y esa misma melodía inicial del sexteto, que Flaubert había descrito con gran detalle en su novela, suena a su vez como el tono de llamada de su móvil nada más morir.

James Joyce llamó a su hija Lucia en homenaje al personaje operístico, ignorando que con ello estaba anunciando tristemente los graves problemas mentales que padecería más tarde. Más cerca de nosotros, no está de más recordar que los burgueses de El ángel exterminador ‒tanto en la película de Luis Buñuel como en la reciente ópera de Thomas Adès‒ se reúnen tras una representación de Lucia di Lammermoor (una de las asistentes es Silvia, que ha cantado el papel protagonista) y los anfitriones de la velada se llaman, no por casualidad, Edmundo (una curiosa mezcla de Edgardo y Raimondo) y, aquí no hay duda, Lucía Nóbile.

Todo esto adjudica un lugar de privilegio a una ópera que ha trascendido con mucho su condición puramente belcantista y ha pasado a ocupar un lugar importante en el imaginario cultural occidental. La puesta en escena de David Alden tiene la virtud de arropar la música con una teatralidad constante de altísima calidad, si bien hecha de pequeños gestos, de detalles casi imperceptibles, de movimientos grupales o individuales respaldados siempre por una idea. Convierte la ópera en un relato gótico victoriano de interiores (la reina Victoria accedió al trono dos años después de su estreno), en la estela de Joseph Sheridan Le Fanu o M. R. James, con la acción situada en una mansión venida a menos, deslustrada, y con muebles desvencijados, de la que a Alden no le importa mostrarnos sus tripas y sus trampas.

Los abundantes retratos de los antepasados colgados en las paredes escrutan a los protagonistas y refuerzan esa condición de clan atenazador, tan importante en la trama. El leve apunte de que Enrico podría sentir una pasión incestuosa por su hermana tampoco molesta. Como ya se vio en el Real en su buen Otello y su muy buena Alcina, Alden sabe lo que hace, se adivina un serio proceso de reflexión previo y su Lucia posee una estética propia: un coro casi siempre hierático, envarado, encorsetado dentro de sus trajes victorianos metaforiza muy bien las cadenas que aprisionan el amor de Lucia y Edgardo. El público del estreno, inusualmente aplaudidor toda la noche, obsequió con demasiados abucheos, totalmente inmerecidos, al director de escena estadounidense, que logra elevar la ópera muchos enteros por encima del interés escénico habitual en otras producciones, que suele ser bajísimo. Aquí, en cambio, siempre merece la pena observar y discernir.

Lisette Oropesa y Javier Camarena encarnan a una pareja protagonista absolutamente creíble en lo físico y extraordinariamente bien avenida en lo musical. Ella, ovacionada en pie al final por buena parte del público, es una cantante completísima y, sobre todo, nada tramposa: su escena de la locura fue, por comparación con lo que suele verse y oírse, un dechado de contención. Y, sin imitar a ninguna de las grandes Lucías históricas (la de Maria Callas la primera, por supuesto), consigue dibujar la suya con perfiles muy personales, una actuación escénica muy contenida y una caracterización vocal completísima en cada una de sus intervenciones. El tenor mexicano, favorito del público madrileño, conquista siempre por su canto espontáneo, entregado y sincero. Su voz va ganando y enriqueciéndose con el paso del tiempo y, paso a paso, fue componiendo un Edgardo rudo, visceral y ardoroso, como reclama el personaje. Su aria final, en plenitud vocal, fue una réplica acorde con lo que acabamos de escucharle a ella.

En el resto del reparto, sin fisuras y con un coro también solidísimo, destacaron Artur Rucinski como un Enrico torturado por el peso de la familia y de canto siempre noble, y Roberto Tagliavini, que  acumula ya varias grandes actuaciones en el Real. Daniel Oren es un director, como pudo verse en La Favorite, gesticulero, hiperactivo, casi siempre eficaz, pero rara vez sutil o detallista. Concierta con fluidez, aunque la prestación orquestal es pocas veces distinguida. Lo mejor es que deja cantar y que demuestra un buen conocimiento del estilo belcantista. Lo peor, que no debería azuzar con su batuta al público cuando decide libremente aplaudir después de un aria, ya que su función en el foso es dar continuidad a la acción, no interrumpirla ni prolongar estas cesuras. Y su gesto de salir corriendo por su cuenta y no hacerlo de la mano que le ofrecía gentilmente Oropesa cuando fue a reclamar su presencia en el escenario en la tanda de aplausos fue, cuando menos, desconcertante. Sobre el escenario hay que reprimir el entusiasmo, o lo que sea, y guardar las formas.

Como es habitual ya en muchos teatros, escuchamos la instrumentación original de la escena de la locura con armónica de cristal, no con flauta. El timbre que produce la vibración de estas copas llenas de diferentes niveles de agua, rico en armónicos, casa muy bien con una mente perturbada e inestable (“ondeggiante”, escribió originalmente Donizetti en la partitura para la línea instrumental), por más que aquí la amplificación desvirtuara un poco el timbre natural del instrumento. Muchos años después, el compositor George Benjamin tomaría buena nota de la eficacia de este recurso tímbrico en su ópera Written on Skin, protagonizada por otra mujer de la estirpe suicida de Emma Bovary, Anna Karenina o, a su manera (ella “cade svenuta”, leemos en el libreto, como las heroínas wagnerianas), Lucia Ashton, que, bañada en sangre, con sus brazos en alto, nos recuerda también irremediablemente a la reciente Marie sufriente y ensangrentada de Die Soldaten, su antecesora directa en el Teatro Real. Refiriéndose al tipo de libretos a los que le gustaba poner música, Donizetti no pudo ser más explícito: “Voglio amor, e amor violento”. De los seis cantantes que interpretan el sexteto del segundo acto, tres están muertos al final de la ópera. Luis Gago

EL MUNDO, 23/06/2018

LA NIÑA ESTÁ SOLA EN SU CUARTO Y ENLOQUECE

Estreno en el Teatro Real de una de las obras claves de Donizetti inspirada en la Escocia del siglo XVII, que la producción de la English National Opera traslada a la puritana región de Nueva Inglaterra

El libretista Salvatore Cammarano, autor literario de varias óperas de Verdi, sintetizó hábilmente la novela de Walter Scott, inspirada en un episodio de la historia escocesa del siglo XVII, convirtiéndola en un concentrado drama que, apoyado en los tópicos románticos de la fidelidad a la estirpe y la autoridad familiar, ofrecía al músico un soporte poético que Donizetti aprovechó para insuflar su capacidad melódica a unas voces que aquí se despliegan libre y esplendorosamente, se diría que en carne viva. El trío protagonista conversa y discute, se confiesa y se rebela, pero sin perder nunca un énfasis propio que convierte el diálogo en una variante del monólogo interior.

Asistimos a un ejercicio radical de impudor a cargo de unas figuras que pierden su envoltura convencional para desnudarse cada vez que abren la boca y empiezan a cantar, convenciéndonos todos de sus ideas y propósitos, sometido el espectador tanto a la injusta crueldad del hermano como a la frustración del amante y, sobre todo, al delirio de la heroína.

La producción de la English National Opera traslada la historia a la Nueva Inglaterra puritana, complicándola con extraños brochazos psicoanalíticos, con el efecto perverso de empobrecer la dignidad de los personajes y sofocar la interpretación de los cantantes.

Enrico, barítono, es el político desprovisto de escrúpulos, capaz de sacrificar a su hermana por una razón de Estado; aparece aquí como un varón vulgar, infantiloide y medio tarado, que Artur Rucinski sirve arduamente sin elegancia ni convicción.

Edgardo debe apechugar con el incómodo atributo propio del tenor romántico, desgarrado entre el amor de una novia huidiza y el peso de un linaje exigente. Javier Camarena, convertido en Rob Roy, es el menos afectado por el capricho de la escena, y triunfa como héroe viril, que irrumpe desde una función distinta.

Lucia es uno de los grandes regalos que la ópera ha entregado a la soprano, un compendio de virtudes, debilidades y delicadezas que pocas mujeres reales podrían soportar, tal es la intensidad con que lucha, el fervor con que se entrega y el arrebato que acompaña a su locura. Lisette Oropesa será sin duda una gran Lucia, y aquí estuvo a punto de demostrarlo, limitada por el empeño de convertirla en una niña acomplejada.

Raimundo es el bajo sentencioso, cuyos consejos son sistemáticamente desoídos, al que Roberto Tagliavini presta un convincente empaque. El Coro, cuya música es lo más endeble de la inspirada partitura, observa impotente la acción. No se aprecia una especial afinidad del director de orquesta Daniel Oren con la música de Donizetti, que sirve insípidamente con trazos gruesos.

Ya era hora de que esta cumbre del repertorio se incorpora al Teatro Real, y no es de extrañar que fuera recibida con el agradecimiento que premia la impaciencia al fin recompensada, aunque comparezca con un ropaje que hace pensar que aún no hemos visto Lucia de Lammemoor en óptimas condiciones teatrales, musicales y vocales. Álvaro del Amo

ABC, 23/06/2018

El Teatro Real enloquece

… una muy interesante conjunción de fuerzas vino a dar sentido a la ópera de Cammarano y Donizetti reconstruyendo el sentido icónico de algo que convirtió en moda la locura y, al tiempo, ha servido de piedra de toque para algunas voces de referencia histórica….

En el caso del primer reparto que propone el Teatro Real, de los dos que defenderán la obra en las quince representaciones previstas, es evidente que la reunión es difícilmente superable… … por la muy singular personalidad de todos y la gran defensa que cada uno hace del personaje. Se canta estupendamente; se comparte la posibilidad de cerrar una versión que logra momentos de gran sutileza y otros en los que el maestro Daniel Oren abre con rotunda efusión; se atisba el equilibrio de timbres vocales muy acabados y particularmente atractivos; se gana en nervio e intensidad según avanzaba la representación, incluso se resuelven varias arias con muchos aplausos y algunos bravos.

Particularmente sucede ante el aria de la locura con la armónica de cristal, que fue una escena de gloria para Lisette Oropesa, cantante de enorme potencial, bella voz y minuciosa ejecución. También sucedió en el dúo con Edgar al final del primer acto, en el sexteto, y en el aria de Raimondo: con Javier Camarena defendiendo un Edgardo valeroso y aguerrido, brillante; con Artur Rucinski dibujando lo que de tenebroso puede haber en Enrico y Roberto Tagliavini oscureciendo con potente voz a Raimondo.

…La producción de David Alden acumula viajes y reconocimientos, aunque esto último no fuera compartido anoche por la totalidad de los espectadores. Sin embargo, tiene el mérito de romper el anquilosamiento de la obra, y dotarla de vida más allá de la obviedad… …. Alden logra equilibrar la irrealidad de la convención y lo verosímil del drama. En definitiva, donde todavía se hace posible lo que siempre fue increíble. Alberto González Lapuente

LA RAZÓN 23/06/2018

Claridad vocal frente a oscuridad escénica

La gran triunfadora de la noche ha sido la joven norteamericana de Nueva Ortleans Lisette Oropesa, a quien recordamos en “Rigoletto”. Su voz, de lírico-ligera, con cuerpo y apreciable densidad se ha plegado a la perfección a las exigencias de la parte, que ha cantado en los tonos que la tradición ha impuesto. Hemos podido saborear toda la carne lírico-dramática que atesora la romántica partitura, que nació en 1835, al calor de la atmósfera enrarecida de Walter Scott. El libretista Salvatore Cammarano realizó un planteamiento de notable virulencia, de claro apremio; una imparable y sucinta relación de hechos a la que Donizetti supo revestir con suma destreza de una música sencilla pero provista de unos valores casi táctiles, de una plástica y de un poder evocativo innegables.

Oropesa posee un timbre de tonos melosos, una igualdad de registros sorprendente, un apreciable volumen, una extensión muy importante. Sus agudos son cristalinos, con algún mi bemol tirante y esforzado. Fila, liga y regula con limpieza y ofrece una imagen transida y convincente de la desgraciada criatura. Bordó “Quando rapito in estasi” y la famosa aria de la locura. A su lado triunfó también Javier Camarena, que mostró su magnífica técnica emisora, su penetración en la zona superior. Ligero pero consistente, restallante y timbrado (con un lejano recuerdo al jovencísimo Di Sefano). Conoce los mecanismos reguladores y ataca “sul fiato” sin un solo pestañeo. Quizá a su voz le falte algo de cuerpo para la gran escena del acto II.

El barítono Rucinski, de noble pasta lírica, evidenció dominio de medios y buen fraseo, exhibiéndose en algunos agudos (no escritos) para la galería. En las notas de paso estrecha en exceso. Sobrio y serio Tagliavini, un punto falto de redondez, que cantó, bien, más de lo habitual al ofrecerse la partitura aparentemente íntegra. Aceptable el “sposino” de Shi, bien la Alisa de Pinchuk y eficaz el Normanno de Del Cerro, convertido en malévolo secretario por mor de la fantasía de Alden, que sitúa la acción en un oscuro, fantasmagórico y terrorífico siglo XIX. Todos ellos fueron diestramente acompañados y sostenidos por el artesanal, seguro y afirmativo Daniel Oren, que ató, concertó con sapiencia y fraseó con elocuencia, aunque sin el refinamiento poético de tantos pasajes, apoyado en una orquesta muy sólida y en un coro sobrio, recio y contundente, capaz de practicar reguladores de excelente calidad.

Alden pone en práctica no pocas ocurrencias que no siempre ayudan a explicar una trama en realidad bastante simple y que él complica no poco. Aquí se insinúa con claridad une relación incestuosa entre Lucia y su hermano, uno y otro con el síndrome de Peter Pan (hay juguetes, muñecas, una cuna omnipresente). Casi toda la representación, desarrollada en interiores de una casona en ruinas, con ángulos cambiantes e imposibles, aparece presidida por un pequeño escenario en el que tienen lugar algunas de las escenas más significativas, como la presentación de Edgardo –vestido, ucrónicamente, como Rob-Roy, espada en ristre- o el aria de la locura. “Extensión abstracta de un mundo asfixiante”, define Matabosch, director artístico del Teatro. Todo se da la vuelta en la secuencia final, en la que vemos el tinglado desde la parte de atrás. Los subrayados, algunos muy evidentes, son continuos y no siempre necesarios. Hay detalles chuscos, como la borrachera de Enrico y sus hombres, que no pintan nada en ese momento, durante dúo de la torre con Edgardo. Arturo Reverter

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