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Sobrevivir
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Por Publicado el: 04/01/2007Categorías: Artículos de Gonzalo Alonso

QUERIDO Mozart

QUERIDO Mozart
Terminó tu año y te saludo desde Sevilla, la ciudad a la que dedicaste dos de tus mejores óperas -«Bodas» y «Don Juan»- y que quizá conocieses a través de Martín y Soler, Lorenzo Da Ponte, de Beaumarchais o de Tirso de Molina, incluso quizá por Carlos de Ordóñez, aquel hijo de un exiliado español o aquel embajador que se abonó a tus conciertos en 1784.
Te preguntarás, ¿cómo te hemos recordado por estas tierras? Pues te tenemos una estatua, en actitud poco decorosa, junto a la Maestranza, aunque mucho más pequeña que las dedicadas a toreros en la otra Maestranza. Sin embargo tengo que solicitar tu benevolencia, porque no ha podido ser más triste la presencia de tu música en tu año. Otras ciudades cercanas, como Granada, te dedicaron ciclos y una ciudad de la lejana Galicia se enorgullece de un festival musical en tu nombre. Teatros españoles te rindieron homenajes, pero Sevilla, tu Sevilla, quien más te debe, casi te ignoró.
Su orquesta apenas te programa desde hace años y, cuando lo hace, es para profanarte; alguien se permitió decir que no es necesario dedicarte ningún evento especial porque tu música está siempre presente y, es más, el teatro que en su momento hizo una buena producción de tus «Bodas de Fígaro», se negó a volver a programarla. ¿Razón? Fue iniciativa del anterior director y, ya se sabe, al enemigo ni agua. ¿»Don Giovanni»? Mucho me temo que aún tengamos que esperarlo, como a Godot, ¿Tu música de cámara? ¿Tus sinfonías? ¿Tus composiciones para piano? ¿Tus serenatas y divertimentos? ¿Al menos un día, un maratón musical en tu memoria? Nada. Così fan tutti. Así hacen todos. Casi nadie aquí se acordó de ti, casi nadie programó tu música, cuando tantas y tantas páginas y horas se dedicaron a mediocres compositores que acertaron con la música ceremonial que aquí tanto obnubila las mentes. Así es Sevilla, que no perdona que alguien de fuera se ocupe de ella mientras que los de aquí la dejan sucumbir en una suave y triste agonía. Como el Conde en tus «Bodas», no me queda más que pedir ¡Perdono!

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