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Por Publicado el: 13/12/2013Categorías: Recomendación

TRES «OBRONES» PARA UN GRAN DIRECTOR

TRES “OBRONES” PARA UN GRAN DIRECTOR

Escuché por primera vez a Christoph  Eschenbach a mediados de la década de los 70 del siglo pasado. Fue en disco, en un álbum en el que compartía cartel con otro pianista, Justus Frantz, con el que registró la obra para piano a cuatro manos de Mozart. Eschenbach tenía 33 años cuando hizo esa grabación, pero  no era la primera, pues su primer contrato con el sello Deutsche Grammophon fue firmado casi una década antes. Y había ya tocado el primer concierto de Beethoven con Karajan,  a la postre un maestro de quien Eschenbach recibió importantes influencias. Eschenbach era un gran pianista, algo que se veía enseguida, pero también que su mente musical apuntaba a maneras mayores. Cinco años después de esta grabación –que le dio gran fama internacional- ya dirigía La traviata verdiana. En fin, el resto hasta hoy es historia conocida: hablamos de un maestro que ha recorrido medio mundo, dirigiendo a las grandes agrupaciones, pero que nunca abandonó el piano, una faceta en la que tiene especial interés su labor como acompañante de Lied: sus últimos logros, sus grabaciones con Matthias Goerne.

Eschenbach dirigirá esta semana a la ONE, en sus habituales conciertos de viernes, sábado y domingo. La orquesta pasa por un momento excelente, pero apunta todavía más alto en manos de su nuevo director técnico Félix Alcaraz, que ha contratado –tras la salida de Josep Pons- a un director de mucha proyección como es David Afkham. Hasta que el joven alemán aterrice definitivamente como director principal de la casa, lo podremos ver esta temporada en un par de ocasiones.

La visita de Eschenbach a la ONE va a estar circunscrita a un programa de envergadura, de gran densidad y enjundia; de alguna manera, como los que a él le gustan y ofrece al frente de las grandes agrupaciones que suele visitar. Para empezar la orquesta tocará una obra aparentemente inocua, pero que supone un auténtico test, tanto para la agrupación  como para el maestro. Se trata de Las travesuras de Till Eulenspiegel, de Richard Strauss, una “piececita” de un cuarto de hora aproximado que algunos ven casi como una música infantil (en el título se suele suprimir la palabra “alegres”) , pero que sin duda encierra una terrible moraleja, amén de estar escrita para la orquesta como pocas piezas del autor. Para algunos críticos y musicólogos, es el mejor poema sinfónico de Strauss, precisamente por eso, por su corpulenta al tiempo que cristalina orquestación.

Tras esta auténtica prueba de fuerza para la orquesta, Eschenbach ha programado una música  terriblemente hermosa. La llamada Fantasía Wanderer (Del Caminante, ese asunto que tanto obsesionó a Schubert, la vida como un camino incierto que hay que recorrer) es una de las sonatas más celebradas de su autor, una de las de contenido más negro y desesperanzado, pero también de las más bellas.  Pero naturalmente será en la versión para piano y orquesta que Liszt, tan dado a parafrasear a su amado Schubert,  preparó,  muy impresionado por cómo este  había entendido el concepto de virtuosismo: el húngaro, tan dado siempre a buscar el efecto orquestal en el piano, percibió de inmediato que esta música estaba pidiendo más. El resultado, un verdadero espectáculo. Eschenbach podría haberse encargado de la parte del piano, pero ha preferido, con muy buen criterio, contar con un solista, Christopher Park.

Por último, y después de los dos “platazos” anteriores, más tormento: la quinta sinfonía de Tchaikovski. He leído hace poco que el autor, en una carta a su protectora, la señora Von Meck (con la que mantuvo una larga relación epistolar) dudaba de su capacidad para conseguir en sus obras sinfónicas un discurso fluido y coherente, sin cortes y tiempos muertos. Es posible que escuchando sus músicas sinfónicas  pueda sentirse algo parecido. Pero la autenticidad del mensaje, la veracidad con la que el autor se adentra en su mundo interior (algo que en su vida normal no hizo nunca ese lobo solitario que siempre fue),las permanentes preguntas que abre y nunca cierra, el permanente sentimiento de crisis identitaria que sufre, etc. convierten su música en un  laboratorio  de experimentación sentimental. Tchaikovski  tenía dudas, nosotros no: esta quinta –como la cuarta o la Patética- es una música que encierra un buen número de lecciones emocionales, que con su escucha se viven con una feroz intensidad. Música maestra donde las haya, dicho sea por si todavía alguien lo puede poner en duda.

Un concierto, en fin, de calurosa recomendación. PGM

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