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Por Publicado el: 13/01/2014Categorías: Diálogos de besugos

«Tristan e Isolda» en la prensa nacional

Poco a poco vamos teniendo las opiniones de los expertos críticos nacionales.

LA RAZÓN, 13/01/2014

HERMOSA PLÉTORA VISUAL

            Estamos ante una de las músicas más extraordinarias e interiorizadas, más profundas y poéticas que se conocen. Pentagramas que sirven a un texto retórico y lleno de aliteraciones y que subsisten por sí mismos sin la palabra. Por el sentido, por el sentimiento, por la emoción. Una acción congelada, que circula en el alma de los personajes, que crece y que nos inunda paulatinamente hasta la catarsis final de Isolda.

            La parte substancial de esta representación es la labor videográfica de Bill Viola, que creó sus fantasiosas imágenes para París hace ya casi una decena de años. Se basa en elementos procedentes de distintas culturas, en buena medida orientales –budismo, sufismo, hinduismo, tradiciones tántricas, rasgos medievales-, en un fascinante “totum revolutum”, que acaba impregnando la retina y la mente. No hay una una vertebración fundamental, un discurso lineal, sino una sucesión de cuadros animados, que van pespunteando la narración de múltiples maneras.

            No siempre se establece una correlación entre lo que vemos en la gigantesca y móvil pantalla, que domina de principio a fin la escena, y lo que sucede. La acción, voluntariamente estática, con movimientos muy pautados, casi de oratorio, semiescenificada, en muchas ocasiones mal iluminada, está absolutamente supeditada a lo que vemos en las proyecciones. En el primer acto las imágenes parecen destinadas a actuar simbólicamente como explicaciones internas, para “convertirse en reflejos de luz del mundo espiritual, en el espejo de lo material y transitorio”. Acertado en todo caso el final del segundo acto, durante el desgarrador monólogo de Marke, en el que se va produciendo ante nuestros ojos el nacimiento del día, con un sol cada vez más luminoso.

            A veces, esa plétora visual nos desborda y nos aleja de la entraña de la música, valiosa por sí misma sin necesidad de acudir a esos pies plásticos. Toda la parte de lo que Viola llama “Purificación”, que ocupa un buen trecho del acto primero, en la que un hombre y una mujer realizan un “strip-tease” en toda regla –acto universal de preparación para el sacrificio-, es redundante y algo pesada y no casa desde luego con el fluir musical, con momentos dramáticos esenciales –el filtro, por ejemplo- y con el hilo de la historia.

            La “Disolución de uno mismo” es lo que se nos ofrece en el acto tercero, que se cierra con el ascenso –culminando una colección de alusiones acuáticas: el agua como elemento simbólico de esa disolución- de los dos amantes, impulsados hacia arriba, hacia el éter, por el agua bienhechora –muy hábil tratamiento de una toma videográfica inversa-, mientras suena la “Liebestod” e Isolda se funde con el infinito. Muy bello cierre, estropeado, creemos, por el tratamiento intelectualizado, minimalista de Sellars. Isolda canta su despedida de espaldas al cadáver de Tristán.

            Todo ello priva de calor, de emoción y evita en ocasiones la concentración sobre la maravillosa música, servida en esta oportunidad de forma podríamos decir que digna, a lo más correcta, por el foso. A la dirección de Piolett le sobraron decibelios. Ya desde el comienzo todo sonó muy fuerte, sin una adecuada progresión dinámica, de tal manera que el climax del Preludio quedó ahogado. La introducción del segundo acto estuvo plagada de desigualdades, aunque la cosa se entonó bastante en el comienzo del acto postrero. El dúo de amor no tuvo refinamiento y no se hizo en ningún momento música de cámara ni se cuidaron las delicadas frases. En general, la orquesta, profesional, sin duda, sonó gruesa y sin finura; mala cosa en una partitura como ésta.

            En cuanto a las voces, mantuvieron un nivel medio plausible. Urmana sacó adelante su parte sin exquisiteces y ofreciendo un timbre poco agradable en la segunda octava. Áspera con mucha frecuencia. Aunque estuvo valiente y no hurtó ningún sobreagudo. Dean-Smith canta siempre como a medio gas, con una voz que no es nada del otro jueves de tenor lírico ancho. Mejoró en el tercer acto pesa a los decibelios que le echó encima Piollet. Probablemente el mejor fue Selig, un Marke fornido, de buen grave y centro sonoro, bien que en exceso ululante, que dijo con mucha expresión su primer monólogo. Discreto Rasilainen –Kurwenal condenado por Sellars a cantar todo el acto tercero con los brazos cruzados, sin acercarse a Tristán-, suficiente sin más Gubanova como Brangania y  pasables los secundarios. El coro, que cantaba desde los palcos del segundo piso, anduvo poco justo en sus breves cometidos del primer acto. Un aplauso para el corno inglés Álvaro Vega. Arturo Reverter

 

EL MUNDO, 13/01/2014

No quedan entradas para la serie de ‘Tristán e Isolda’ que anoche se estrenó en el Teatro Real. Una prueba de la devoción que suscita la ópera de las óperas, aunque la producción madrileña se resiente de la ‘incomparecencia’ del protagonista masculino.

Estar, en realidad, estaba Robert Dean Smith, pero escucharle no se le escuchaba, ni tampoco suplía sus dificultades vocales con la cualidades actorales. De hecho, la mediocridad de su tercer acto en el papel imposible de Tristán provocó un gatillazo en la obra al que puso remedio el imponente desenlace de Violeta Urmana.

Imponente actuación de Violeta Urmana en la ópera de Wagner

Fue la soprano lituana una poderosa y conmovedora Isolda, aunque los espectadores que anoche abarrotaron el Real pudieron haberse motrado más explícitos y entusiastas. Evacuaron la sala como si se tratara de un incendio, al menos con tiempo suficiente para reconocer la maestría de Marc Piollet en el foso y para atribuir ciertos reproches al planteamiento escénico de Peter Sellars (dramaturgia) y de Bill Viola (videocreación), más convincente en los pasajes conceptuales y estéticos que en la redundancia narrativa de estilo ‘new age’.

La temporada de Gérard Mortier en el Real había basculado hasta anoche entre la alta costura -‘The Indian Queen’ (Purcell) y el ‘prêt-à-porter’ (‘L’essir d’amore’)-. Quedaba pendiente airear el fondo de armario, toda vez que el ‘Tristán e Isolda’ de Peter Sellars y Bill Viola se ha convertido en un clásico del repertorio internacional. Una década lleva itinerando desde su estreno en París. Se ha visto con idéntico éxito en Toronto, como en Los Ángeles y en Helsinki, de forma que las dudas del estreno en el Real concernían a la vigencia del espectáculo -no del todo saludable-, a la reacción administrativa del público madrileño y a la mediación de Marc Piollet en el foso.

No estaba previsto el concurso del director de orquesta francés, pero adquiere sentido que haya sido escogido para sustituir a Theodor Currentzis. Tanto por su afinidad a la cultura germana como porque había oficiado en el Real, el pasado diciembre, ‘L’elisir d’amore’, obra precursora de Gaetano Donizetti en cuyo primer acto se menciona la leyenda de ‘Tristán e Isolda’, 33 años antes de que Wagner la convirtiera en la ópera capital de la historia de la música con el estreno revolucionario en ‘Múnich’ (1865).

Decepcionó el tenor protagonista y hubo división de opiniones en para el montaje

Piollet sobrevivió con holgura y criterio a la partitura. Trasladó a la escena la emanación, la intensidad y la incandescencia de una música cuyo misterio dramatúrgico lo explicó el propio Wagner a propósito de la paradoja de las dimensiones: «lo que ocurre en el interior del ser humano es aquí la parte más importante de la acción».

No sólo es un punto de partida musical respecto a la importancia que adquieren las corrientes invisibles sobre el oleaje. También es la consigna que adopta Peter Sellars, preponderando una lectura contenida, incluso introspectiva del drama wagneriano.

Lo concibe en penumbra, gravitando sobre una tarima que tanto aloja simbólicamente el idilio de los amantes como la muerte de Tristán. Bill Viola extrapola la música a una pantalla gigante, pero la belleza poética de algunas escenas en la coreografía del fuego y del agua se resiente de un abuso narrativo de la descripción. Ruben Amón 

EL MUNDO, 14/01/2014

Un cine sin teatro, un teatro sin cine 

“TRISTAN E ISOLDA”

Autor: Wagner. / Director musical: Marc Piollet. / Director de escena: Peter Sellars. / Videoartis­ta: Bill Viola. / Reparto: Robert Dean Smith, Vio­leta Urmana, Franz-Josef Selig, Ekaterina Guba­nova, Jukka Rasilainen. / Orquesta y Coro titula-res. / Teatro Real, 12 de enero.

Calificación: **

La representación ofrecida por la compañía berlinesa, con dirección musical de Daniel Baremboin y escé­nica de Harry Kupfer en junio de 2000, se recuerda como uno de los grandes logros presentados en el Teatro Real desde su resurrección.

Después, volvió a comparecer con una protagonista que ha hecho de Isolda una fulgurante especialidad, Waltraut Meier. Regresa ahora, en un montaje celebrado en su momen­to, que no ha envejecido bien.

El rigor de su planteamiento y la coherencia con que se ha llevado hasta sus últimas consecuencias no logra despegar de una visión chata y opaca de la magna obra, pues quizá en la idea inicial se encontraba el germen de su fracaso.

Bill Viola cuanta con una pantalla, que cambia de tamaño, para, supues­tamente, integrarse en una acción tea­tral que Sellars ha reducido hasta una elementalidad espartana; se intuye una voluntad de plantear un diálogo entre el cine y el teatro, o lo que es lo mismo, el vídeo y la escena, que no sea ilustrativo, sino que se abra una doble y simultánea sugerencia.

Pero la ilustración más o menos evidente de la compleja historia ace­cha siempre, y en ella se acaba por caer, mientras la misma simplicidad del montaje provoca la desagradable impresión de estar asistiendo, alter­nativamente, a un vídeo con música de fondo, o a un juego teatral con imágenes de apoyo.

La pareja protagonista emerge con claro ímpetu e impecable profesiona­lidad, destacando tanto del ascetismo reductor de la puesta en escena, co­mo del excesivo volumen que imprime a la orquesta Marc Piollet, quien permanece en una entusiasta superfi­cialidad; hábil y cuidadoso, tiene el mérito de conseguir del foso un soni­do limpio y grato.

Violeta Urmana comunica a Isolda pasión y autoridad. El Tristán de Ro­bert Dean Smith es algo apocado en su expresión actoral, pero riguroso en la composición vocal del personaje, cuando no es engullido por la or­questa. Extraño el talludo Kurwenal de Jukka Rasilainen y anodina la Brangáne de Ekaterina Gubarova. El rey Marke de Franz-Josef Selig es estentóreo y destemplado, concebido como un anciano lloriqueante.

Versión estetizante, lánguida y complaciente, desprovista de turbu­lencia cerebral y más pálida que in­candescente, a pesar de los fuegos sobre la pantalla; fue aplaudida con reproches al montaje. Álvaro del Amo

                             

ABC, 13/01/2014

Tristán, el arma más poderosa

«TRISTÁN E ISOLDA» ****

Autor: Richard Wagner. Intérpretes: Robert Dean Smith, Violeta Urmana, Franz-Josef Selig. Ekaterina Gubanova… Director de escena: Peter Sellars. Director musical: Marc Piollet. Vídeo: Bill Viola. Lugar: Teatro Real. Fecha: 12-1-201 

Profundizar en el «Tristán» wagne­riano es descubrir el poder desasose­gante de la música: el ungüento más letal, el elixir más hipnótico. El pro­pio Wagner se asombró del efecto que había logrado y al concluir el segundo acto de su ópera declaró haber lle­gado a un límite que nunca podría su­perar. Había inventado la música del futuro y la había rodeado de mil imá­genes. Tantas y tan mágicas como las que cualquier día, a cualquier hora es capaz de reinventar Venecia, la ciu­dad donde quiso escribir «Tristán». La ciudad donde murió.

Es inevitable pensar en todo ello mientras se asiste a la producción pro­gramada estos días en el Teatro Real y estrenada anoche. Propuesta vista por primera vez en Paris en 2005, que tiene ya algo de clásico, y en la que so­bre el negro absoluto del escenario se abre una gran ventana abierta a los ví­deos creados por Bill Viola. Ahora, son ya muchas las ocasiones en las que el vídeo es un elemento habitual del es­pacio escenográfico, varias en las que lo proyectado, además de apelar a una impresión abstracta proporciona una escena paralela, el álter ego de los per­sonajes. Pero son menos aquellas en las que el objeto se usa de forma tan radical, obligando a reducir el gesto escénico a la expresión justa, aquí se­gún diseño de Peter Sellars, y en diá­logo casi en exclusiva con la música, el gran misterio de «Tristán».

Tanto es así, que si estas representa­ciones tienen valor trascendente es desde la mucha enjundia de la versión musical. A la cabeza de ella está el maestro Marc Piollet para quien la obra se rige por una sonoridad amal­gamada, de cierta espesura, poco interesada en la metafísica, en el dibu­jo de un gran e inabarcable arco ex­presivo, y más atenta a la recreación de los momentos. La manera en la que se ataca el característico acorde ini­cial es toda una declaración de prin­cipios, como lo es el desarrollo global del segundo acto, incluso la «tortura del anhelo» en la que se inscribe el tercero a partir de una música tan defi­nitivamente obsesiva.

Piollet y la Orquesta del Real, que se entrega sin receso, mantienen la pujanza con la misma gallardía con la que Violeta Urmana defiende a Isol­da. La voz afilada, la fornida inten­ción, lo pasional de su interpretación aflora en un continuo que concluye con un «Liebestod» penetrante como un cuchillo. También mantiene el ful­gor Robert Dean Smith, aunque con la voz algo más gastada, dejando asomar a veces un incómodo vibrato y llegando con síntomas de cansancio en el tercer acto, si bien repone fuer-zas de manera notable ante el retor­no de Isolda. Franz-Josef Selig, el rey Marke, hace gala de autoridad y gran­deza vocal, y en la interpretación pre­fiere apegarse a la tierra antes que a la nobleza de un rey con alcurnia. Es­tupendo también el resto del reparto: el vehemente Kurnewal de Jukka Ra­silainen, el valeroso Melot de Nabil Suliman, la turgente Brangáne de Eka­terina Gubanova…

Todos, ya se ha dicho, evolucionan se­gún una escenificación mínima, aus­tera, centrada en el gesto, con una pla­taforma como único elemento corpó­reo. El trabajo de Sellars, en este sentido, es un dechado de sabiduría teatral, de refinamiento, con indepen­dencia de que se le escape algún deta­lle de cierta ingenuidad: un beso más adolescente que pasional o la falta de intensidad en algún momento culmi­nante, particularmente el primer «ins­tante infinito» en el que los protago­nistas descubren el amor. En su descargo es necesario hacer constar la gran presencia que en ese justo mo­mento tienen las imágenes propues­tas por Viola, el realismo con el que to­davía se maneja antes de que evolu­cionen hacia algo más etéreo, fantasmagórico. Sucederá en el tercer acto que nace en aguas oscuras, en oleadas que parecen apelar a aquella Venecia extinguida que para Wagner concordaba «con mi deseo de soledad». Al menos apetece que así sea. Alberto González Lapuente

EL PAÍS 15/01/2014
TRISTAN UND ISOLDE
Caminando sin desmayo hacia la luz

Afirma —o se pregunta— Tristán en su delirio final: “Oigo la luz”. Desde el año 2000 el video artista norteamericano Bill Viola inició una serie de trabajos explorando el tema de las pasiones. Varios de ellos se vieron en Madrid en una memorable exposición en la Fundación La Caixa de febrero a mayo de 2005. Justamente en abril de ese año se estrenaba en la Opéra Bastille de París, de la mano de Peter Sellars y Gerard Mortier, su propuesta de Tristán und Isolde que ahora ha llegado a Madrid. A través de las alusiones al fuego, el agua, la naturaleza, la noche, el amor y la muerte, Sellars y Viola buscan, por encima de todo, la luz en su dimensión más espiritual. Para ello qué mejor apoyo que el de la música de Wagner en su obra más desmesuradamente romántica.

Es de sentido común integrar en el concepto de “obra de arte total” las aportaciones lingüísticas del videoarte. La necesidad de una actualización del romanticismo cobra así un sentido especial. Como decía Rüdiger Safranski, la pervivencia hasta la actualidad de lo romántico es “una actitud que, en palabras de Novalis, consiste en conferir a lo ordinario un sentido más elevado; a lo conocido dignidad de desconocido y a lo finito una apariencia de infinitud”.

Ver Tristán e Isolda de la manera que nos proponen Sellars y Viola es todo una experiencia para vivir el romanticismo desde nuestros días. Sobre todo, en el sublime tercer acto, donde las cotas de integración entre el teatro y la creación plástica son excelsas. En los dos primeros la componente descriptiva y naturalista de Viola es, a pesar de su ingenio, bastante previsible. En el tercero su creatividad se desmelena a niveles de genialidad. Sellars aporta un concepto del movimiento escénico de serenidad casi oriental. La intensidad intelectual y emocional de la puesta en escena van a la par, en una exploración dialéctica inteligente del deseo y la compasión, el dolor y la lealtad, la esperanza y la incertidumbre. Desde la diferencia —nada que ver con lecturas escénicas tan sugerentes como las de Chéreau, Gruber o Muller, pongamos por caso—, el de Sellars y Viola es un espectáculo enriquecedor. Camina sin desmayo hacia la luz. Y sugiere en ese esfuerzo muchas ideas.

El reparto vocal es estupendo. Sin ello no se apreciaría de la misma manera el talento de la parte visual. De entrada, Violeta Urmana está imponente como Isolda, por carácter y capacidad de introspección. Robert Dean Smith tiene más dificultades como Tristán, dentro de una adecuada línea de canto. Llega hasta el final con entidad y eso tiene mucho mérito en un papel como el suyo.

Franz-Josef Selig, Ekaterina Gubanova, y Jukka Rasilainen se defienden de mil maravillas, con convicción y clase, los personajes del Rey Marke, Brangäne y Kurwenal, respectivamente. Marc Piollet era una de las grandes incógnitas de la noche, al frente de la Sinfónica de Madrid. Sustituía a Currentzis, un director que ha calado hondo en el público madrileño. Pues bien, Piollet hizo una lectura efusiva, incluso apasionada, quizás demasiado incisiva en el volumen, pero siempre con temperamento y rigor. Respondió al reto que tenía encima, y la orquesta le siguió con profesionalidad y esmero.

Alguna leve protesta aislada para el equipo escénico, no impide resaltar el clima de éxito al final de la primera representación. De momento el teatro Real ha colgado el cartel de “no hay localidades” para todas las representaciones de Tristán e Isolda. Wagner sigue teniendo tirón en Madrid. Y las propuestas con ambición estética, mal que les pese a algunos, también. Juan Angel Vela del Campo

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