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¿Tienen oído los críticos?
La opinión de los críticos sobre "El buque fantasma" en el Real
Por Publicado el: 14/02/2010Categorías: Diálogos de besugos

Un peculiar Andrea Chenier

Sorprendentes las críticas a «Andrea Chenier» en el Real. Posiblemente todos los críticos caen en algún absurdo a causa de las prisas al escribir en la madrugada. Se las traeremos aquí el lunes.
El caso es que el artista más aplaudido fue Giancarlo del Monaco, lo que resulta bastante significativo en una obra eminentemente vocal. Y es que voces, lo que se dice voces, no había y, además, la dirección musical no las ayudaba.
Marcelo Álvarez posee una buena voz de tenor lírico, pero no la fortaleza para abordar el repertorio spinto, teniendo que trasladar la parte a sus características vocales, cantando con poesía, ralentizando tiempos, recurriendo a golpes de glotis para provocar efectismos, etc. Chenier requiere otra vocalidad. Fabio Armiliato se halla mucho más en la línea, si bien el material no tiene la belleza del de Álvarez. Sorprendentemente quién borda el papel es el joven canario Jorge de León, todo un descubrimiento, la mejor voz de tenor de los últimos años. El Real no puede desperdiciar la oportunidad de ficharle para las cinco próximas temporadas. La suya es la voz que requiere Chenier.
Fiorenza Cedolins aún ha de madurar la Magdalena para saber donde ha de poner más carne en el asador. Faltó fuego en la célebre aria. Marco Vratogna tendió a tragarse la voz y Carlo di Felice en otro reparto le superará.
Victor Pablo se esfuerza, pero no logra el color de Chenier. Hay detalles, pero en momentos como el dúo de amor se le cae la partitura. Le falta respirar con los cantantes y les pone en ocasiones al borde del precipicio. Por no hablar de la más de una descordinación entre foso y escenario, sobre todo en el primer acto.
La puesta en escena denota un gran conocimiento de la obra, aunque no llegue a ser el mejor del Monaco. Decorados espectaculares, muy adecuado en su crítica social el del primer acto, aparatoso el segundo con un personal y nada rutinario movimiento de masas -falta cerrar por atrás para resaltar más los elementos-, impactante la escena del juicio -en la Bastilla lo fue más por las mayores posibilidades del teatro- y poético el cuadro final.

Aquí van algunas de ellas.

La Razón
«Andrea Chénier»: voces con sordina
Los protagonistas no brillaron en el espectacular montaje de Del Monaco

«Andrea Chénier»

De U. Giordano. Solistas: M. Álvarez, M. Vratogna, F. Cedolins, M. Rodríguez-Cusí, S. Toczyska, L. Diadkova… Dir. de escena: G. del Monaco. Dir. musical: V. P. Pérez. Orquesta Sinfónica de Madrid y Coro del Real. Teatro Real. Madrid, 13-II-2010.

Es ésta una partitura bien estructurada, de incuestionable fondo social, que estudia, sobre libreto de Illica, las dos caras de la Revolución francesa. En lo musical necesita una orquesta brillante, pero delicada, con una batuta que sepa medir los efectos y maneje con soltura el «rubato». La de Víctor Pablo Pérez fue muy eficaz en el mantenimiento de los tempi, quizá algo rígidos, pero firmes. El balance foso-escena no fue siempre el idóneo. Especialmente en el primer acto, todo sonó demasiado fuerte después de un Allegro inicial no muy preciso. Dirigió con cuidado las danzas, aunque no destacó en todo momento los refinamientos de la escritura.
No se le puede echar la culpa de que en los pasajes recitativos y en muchos de los «cantabile» las voces no llegaran a escucharse con claridad. Porque las principales en esta representación no son las aptas para una partitura que exige instrumentos de corte «spinto» o lírico «spinto». Álvarez es un tenor lírico, de timbre grato pero más bien opaco, de agudo problemático y abierto. Frasea con gusto pero no posee los resortes para engrandecer el canto efusivo de Chénier. Sus golpes de glotis no son nada canónicos. Cedolins es soprano lírica de reconocida musicalidad, pero no goza del centro y graves adecuados y en el agudo se las ve y desea. Por eso su «Mamma morta», bien delineada, no emocionó. Los dos cantantes estuvieron deslucidos en el gran dúo final.

Un cierre acertado
Tampoco nos convenció Vratogna, de timbre espeso y áfono y emisión poco expansiva. Parece cantar más hacia dentro que hacia fuera. Hace feos efectos en los cierres de periodo. Las voces más en su sitio fueron, junto a la de Rodríguez-Cusí, tampoco de gran volumen, las de Diadkova, una Madelon sonora, aunque vibrátil, y Szemerédy, un bajo-barítono con hechuras, sobrado en la parte del carcelero.
Lo mejor de la espectacular producción de Del Monaco fue el primer acto, con una excelente y estilizada visión de una aristocracia caduca, caricaturizada a través de trajes virados a negro, maquillaje blanco y actitudes ridículas. Buen detalle el cierre, con las ricas paredes desplomándose como metáfora del fin de una era.
Del resto, dejando aparte el más bien rutinario segundo acto, con enorme y corpóreo decorado, lo mejor estuvo en el segundo cuadro del tercero: un teatro napolitano medio quemado, con sus palcos ocupados por el populacho. Muy bonita la transición al cuarto, montada sobre la figura de Chénier. Hábil elipsis bien iluminada que desemboca en una reja gigantesca, por la que al final, en imagen poética quizá demasiado fácil, suben hacia la purificación los dos enamorados. Detalles que muestran la inteligencia del regista. Arturo Reverter

EL PAÍS, 15 febrero
Una cierta añoranza de los tiempos pasados
Hacía un cuarto de siglo que no se representaba Andrea Chénier en Madrid. Encabezaban entonces el reparto del teatro de la Zarzuela José Carreras y Montserrat Caballé y se encargaba de la dirección de escena Hugo de Ana. Se puede establecer un paralelismo con las representaciones del Teatro Real ahora. Marcelo Álvarez y Fiorenza Cedolins son divos de hoy. Diferentes de los de antes, pero divos al fin y al cabo. Es una especie que escasea y un sector del público los añora. Es lógico que así sea. Representan una manera de sentir la ópera. Y con Andrea Chénier estos divos se encuentran a sus anchas. Les permite momentos de lucimiento sin las dificultades de las óperas belcantistas y entran sin cortapisas en ese tipo de melodismo sentimental tan afín al movimiento verista y sus seguidores. Vaya por delante que sin buenos cantantes es muy difícil sacar a flote una ópera como ésta.
Giancarlo del Mónaco considera Andrea Chénier una «ópera familiar» y no le faltan motivos para ello. Su padre, el gran tenor Mario del Mónaco, hacía un Chénier excepcional. Giancarlo del Monaco es también un divo, pero de la dirección escénica. Es un director con talento que a veces no acaba de cuajar por las tentaciones de grandilocuencia. En este teatro ha dejado su sello poético en títulos como Pagliacci o el tercer acto de La bohème. En Andrea Chénier tiene algunos momentos muy atractivos desde el punto de vista evocador, como el del juicio en un viejo teatro de ópera destartalado con el pueblo en los palcos. Otros cuadros escénicos recuerdan tiempos pasados de la escena operística. Vuelve a surgir la añoranza. Hay espectadores a los que reconforta ver tanto lujo en el escenario. Se sienten reflejados. No me parece, en cualquier caso, uno de los trabajos teatrales más sugerentes de Del Monaco, aunque tenga oficio y sea muy vistoso. Un sector de la crítica francesa vapuleó este montaje. No comparto estas opiniones, pero prefiero en Del Mónaco un mayor riesgo creativo.

El tenor argentino Marcelo Álvarez derrocha temperamento y energía. Algún problemilla en el último acto no enturbia su notable nivel. No acabó de encontrase a sus anchas, dramáticamente hablando, la soprano Fiorenza Cedolins en un aria tan esperada como La mamma morta. En el resto de su actuación mantuvo sin altibajos una línea de canto sensible. Cumplió sin problemas Marco Vratogna. La Sinfónica de Madrid estuvo disciplinada a las órdenes de Víctor Pablo Pérez. El maestro se mostró efusivo y dominador, poniendo a veces el volumen de sonido a cotas más bien altas para los cantantes. Monótono y ordenado en los dos primeros actos, enfatizó con acierto la tensión trágica en el último. El coro cantó en su línea habitual de uniformidad aunque sin un abanico enriquecedor de matices.

En conjunto fue una representación entretenida -lo que no es poco en esta ópera- que el público recibió en clima de éxito. Lamentable, por la pérdida de concentración que supone al espectador, resultó un descanso de 40 minutos entre los dos primeros actos, de media hora de música cada uno. La capacidad técnica y organizativa del Real queda bajo sospecha con este tipo de decisiones. Juan Angel Vela del Campo

ABC:

ÓPERA
«Andrea Chénier»

Los espectadores están de enhorabuena. La gran ópera ha llegado a la actual temporada del Teatro Real a través de un título de los que crean afición. Es curioso que «Andrea Chenier» haya estado ausente de Madrid desde hace veinticinco años. A Dios gracias dicen algunos, porque hay gente para todo. Pero ese es otro tema… La cuestión es que la ópera de Umberto Giordano se «estrenó» anoche en el Real y que para la ocasión el Teatro procura estupendas vestiduras en forma de primer reparto. No cabe otra opción ante títulos de garra tan humana.
De ahí el gran trabajo de Marcelo Álvarez, quien ha vuelto a demostrar que es un grande de nuestro tiempo y que Chénier sólo se puede salvar si antes de morir guillotinado solventa las inclemencias de su viaje con semejante seguridad y personalidad. Que Álvarez se crece a lo largo de la obra es algo que, ante óperas que culminan tan en cúspide, es muy de agradecer. Para que no es-té solo le acompaña Fiorenza Cedolins a quien se le aplaudió, por supuesto, «La mamma morta» tras dejar la impronta de una realización propia de la madurez, algo que en los mejores momentos de su interpretación añade curiosos matices a la inocente Magdalena. De enorme solvencia y aplomo es el Gérard de Marco Vratogna, como otras varias intervenciones solistas puestas en valor a través de la muy trabaja-da dirección musical de Víctor Pablo Pérez, quien resuelve tan irregular partitura con mano diestra y apasionado trazo. Se nota que cree en la obra y es muy de agradecer que así sea y que además la orquesta le responda con semejante brillantez.
Se demuestra así, una vez más, que la fe y el trabajo mueven lo inimaginable. Que se lo digan a Giancarlo del Mónaco, que llevando la obra en los genes, se ha lanzado a una puesta en escena cuya complejidad trae consigo descansos algo desproporcionados. En cualquier caso la producción llega de París y ejemplifica lo mejor de su teatro espectáculo, de manera que entre la suntuosidad de la residencia de los con-des de Coigny, la algarabía revolucionaria de las calles de París y el extraordinario cuadro del tribunal que dicta-mina entre las ruinas de un teatro (sin duda un punto culminante y cargado de intensidad) transcurre lo más sobresaliente de la obra, que, como se ha expuesto, es mucho. El Teatro Real puede estar satisfecho de la hazaña. Alberto González Lapuente

EL MUNDO

Del Melodrama al folletín

El romanticismo alimentó la ópera durante casi todo el siglo XIX. Luego, se dice que llegó el verismo. Pero nada más ajeno al arte lírico que cualquier veleidad realista. Quizá sea más exacto hablar del tránsito del melodrama al folletín.
El melodrama verdiano trabajaba con reyes o dobles, damas de alcurnia y valientes guerreros, que habitaban palacios y almenas. cercadas en ocasiones por arrojados bandoleros o trovadores desesperados. El folletín alguna vez se asoma a lo rústico, pero lo suyo no es acercarse al pueblo sino presentar héroes brillantes, señoritas sacrificadas, madres conmovedoramente ciegas, actrices de éxito, o como en este caso, poetas que acaban guillotinados.
El melodrama se basaba en el código de honor aristocrático, que justificaba venganzas y explicaba suicidios. El folletín acude a los grandes tópicos. Aquí encontramos dos realidades invocadas abstractamente: el amor como principio supremo y la poesía tratada como fetiche; por Amor y Poesía, con mayúscula, vale la pena vivir y, sobre todo, morir.
Giancarlo del Monaco acierta al subrayar con fuertes pinceladas y aparatosos decorados el contraste entre el rico salón y la algarabía de una calle tomada por el populacho. Tal idea tiene que pagar el alto precio de necesitar un tiempo dilatado para cambiar la escena, con la con-siguiente pérdida de concentración.
Víctor Pablo Pérez entiende muy bien esta música y se zambulle en ella con vigor y adecuado estilo, aunque se le puede reprochar el volumen a veces excesivamente alto que imprime a la orquesta.
Desfilan ante nosotros una docena de criaturas secundarías y tres protagonistas; entre todos ellos el criado, desgarrado entre el odio de clase y el amor por la bella rubia ,es el único auténtico personaje. Lástima que el barítono Marco Vratogna apenas alcance un pobre esbozo de un ser humano tan vivo. Al poeta se le pide que cante sus loas como tan nobles temas merecen y así lo hace el tenor Marcelo Álvarez, que vuelve a demostrar su espléndida madurez. Fiorenza Cedolins comunica con delicadeza lo impresionada que se quedó tras las proclamas de Chénier, hasta el punto de morir por él, aunque en ocasiones la orquesta engulla su voz.
Oportuna recuperación de este título que se mantiene en el repertorio porque procura espectáculo si se hace bien, como en este caso, y el público lo premia, aunque no habría necesitado tanto descanso. Álvaro del Amo

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