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Dos nuevas óperas en el Canal
Paisaje vienés
Por Publicado el: 08/11/2010Categorías: Crítica

Butterfly en Tenerife, La verdad del feismo

LA VERDAD DEL FEÍSMO
CANARIAS 7
Ha sido valiente Gian Carlo del Monaco en esta producción del Festival de Ópera de Tenerife, que él mismo dirige. Olvidándose de la tradicional puesta en escena de postal oriental, de refinados y evocadores colores, ha cortado por lo sano y ha situado la acción en una barriada de baja estofa de un moderno Nagasaki. Un escenario feísta protagonizado por jóvenes prostitutas. Nada de geishas –a no ser a través de disfraces-, sino, directamente, mujeres de la calle que se desenvuelven en un decorado realista y lleno de basura. En el ambiente late un acre aroma de corrupción, de mafias, de trata de blancas, de pederastia. Una escena bien pintada por Daniel Bianco en un sólo decorado: un patio al aire libre con el único soporte de la pared maestra de un edificio derruido. Butterfly y Suzuki –ésta adiestra a la quinceañera en las lides amorosas- viven en un contenedor. Todo lo que vemos es destrucción y los rincones aparecen llenos de desperdicios: neumáticos, restos de muebles, polvo, detritus varios…
Una imagen que, evidentemente, contrasta con la tan rosácea que habitualmente contemplamos y que puede chocar, y de hecho choca, al espectador bien pensante. Pero no deja de tener su razón de ser esta mirada. Pensemos que Butterfly es una obra nacida a principios de 1900, en plena época verista –y Puccini, a su manera, se encuadra en ella-, en la que se pintaban dramas amorosos, de trágica pasión, que solían tener lugar en un mundo a veces campesino, a veces subproletario, a veces exótico.
En medio de la dureza de la trama, y el libreto de Illica y Giacosa –que la mayoría de la gente no escucha o no lee- lo demuestra bien a las claras, el fácil melodismo pucciniano parece ir por un conducto independiente. Aunque, sin duda, posee un valor musical indiscutible. El compositor, además, quiso otorgar una pátina de modernidad empleando incluso, tímida pero realmente, procedimientos vecinos a los que a no tardar mucho desarrollaría Schoenberg en sus dos Sinfonías de cámara –aplicados por éste, evidentemente, de manera más sistemática y rigurosa- o Stravinski en su Petrouchka y que se centran en ciertas audaces progresiones armónicas que adquieren o pueden adquirir valor de motivo conductor y que ya habían sido empleadas en una obra más fuerte, de mayores claroscuros como Tosca, aventajada en lo que a la utilización del cromatismo se refiere por Butterfly, donde hallamos un espectro armónico variadísimo que muestra los pasos dados por la acción y sus constantes altibajos. No es infrecuente el empleo de quintas paralelas, que Debussy hizo suyas con más genialidad; de progresiones propias del impresionismo.
Butterfly tendería a ir más lejos en la marginación psicológica, dada la potencia del elemento exótico, del factor puramente atmosférico. La obra posee, no obstante, otra dimensión y acaba siendo la más trabajada del compositor en lo que respecta a la creación de un carácter y al seguimiento de una evolución en el tiempo. A despecho de su delicadeza de trazo, de su episódico acuarelismo, de los aludidos toques impresionistas, Madama Butterfly entra de lleno en la estética verista, arriba comentada. No resulta raro por ello que la obra revolviera las tripas a más de un bienpensante, lo que hoy nos puede parecer risible. Tras escucharla en Viena, a poco de su estreno milanés de 17 de febrero de 1904, Busoni la calificó de “indecente”; lo que para Rubens Tedeschi, ya en 1978, no ha de extrañar considerando su “lacrimógeno patetismo”.
Lo bueno de la lectura de Del Monaco es que ha sabido penetrar en estos segundos niveles y mostrar una realidad nada grata pero auténtica, que deja muy al desnudo a las criaturas que la pueblan. Aunque lo duro y lo prosaico de las imágenes puedan sorprender o incluso desagradar. Pero, dentro de esta estética, y recreando una nueva dramaturgia, se acentúan algunos de los rasgos más verídicos y, quieras que no, reseñados en el texto. El aire entre cínico, prepotente y chulesco del americano conquistador –en todos los terrenos-, que se acerca a Cio-Cio-San con afanes de diversión y se casa con ella por un puñado de dólares –al comprarla puede hacer con ella lo que le dé la gana-, están bien vistos. Como su actitud general de dominio, su adicción al whisky –en el primer acto los libretistas le hacen beber sin parar-, en la que la acompaña el cónsul; y, por qué no, su manejo de la cocaína. Que ambos se hagan una raya parece lógico.
La despreocupación por el cuerpo –esa ducha inicial-, el naturalismo –tan cercano al verismo- de las situaciones nos proporcionan, por tanto, un retrato diferente, pero creemos que no falso, de una situación, de unos hechos y unos caracteres. Aunque estimemos que al regista, enamorado de su idea, se le haya ido la mano en más de una ocasión. El mismo resultado se habría conseguido sin necesidad de cargar las tintas, sin recurrir a tanto estiércol. En una visión de este cariz no es admisible –aquí no cabe el simbolismo- que toda la mierda que ocupa la escena en el primer acto permanezca en los otros dos: han transcurrido tres años desde que partió Pinkerton y se supone que ya ha habido tiempo para recogerla en ese intervalo temporal. Por otro lado, es un poco absurdo pensar que el rico Yamadori, aquí un mafioso, pueda conseguir a Cio-Cio-San mientras dos prostitutas no paran de hacerle cucamonas. Y hay una evidente contradicción con el texto cuando Pinkerton canta aquello de Addio, fiorito asil en medio de la podredumbre. Tanta que hasta su mujer vomita ostensiblemente. ¿Detalles menores? Puede, pero que desentonan en una puesta en escena muy bien construida y muy respetuosa casi siempre con la letra y la música. También nos parece que es rizar el rizo que, mientras suenan los últimos compases de la música, los esbirros de Yamadori rapten al hijo de una Butterfly ya muerta y maten a Suzuki. Un subrayado que a nuestro juicio sobra y que distrae de la verdadera almendra de la tragedia.
Ésta prendió, de todas formas, en la transida actuación de la china Xiuwei Sun. No cuenta con una voz el otro jueves, ya que anda mal de graves y se ve aquejada de un excesivo vibrato, pero, sin ser una spinto, tiene sonoro centro y unos agudos penetrantes. Vive y siente el papel y fabrica, en instantes adecuados, excelentes filados. Pese a sus limitaciones vocales, cumplió bien en el último acto. Sonoros agudos también en la oscura y aún lírica voz de Jorge de León, tenor de la tierra. Se maneja con seguridad, con valentía, con cierta dignidad musical, pero no modula ni modela el fraseo. Es demasiado amigo del mezzoforte y del forte sin piedad. Un poco de matización no vendría mal para el mágico dúo. Santos Ariño dio idónea imagen de un Sharpless borrachín y sensual, desaseado y holgazán, tal y como lo ve Del Monaco. Más que suficiente, con ciertas desigualdades de emisión, la Suzuki de Belén Elvira, de timbre penumbroso de mezzo prometedora. Bien el Goro de Juan Padrón, mal intencionado y codicioso, muy flexible en su declamado. Discretitos como mucho los demás.
Hay que señalar como se merece el hecho de que, excepto la protagonista y el cónsul, todos los solistas sean tinerfeños. Hasta siete, lo que tiene su mérito. También del lugar es la excelente Orquesta y en progresión el Coro del Festival, que cantó estupendamente el famoso coro a boca cerrada. El principal valor de la batuta del joven francés Emmanuel Joel-Hornak fue el de clarificar atmósferas y texturas. Todo, o casi todo, se pudo escuchar con transparencia, lo que no es fácil. Exposición fluida y teatral, aunque con cierta tendencia al forte –primer acto- y escasa matización o refinamiento tímbrico. Pero hubo unidad y vida. Arturo Reverter

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