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Por Publicado el: 14/12/2015Categorías: Entrevistas

Coloquio de Nucci con Alonso y Banús

  Leo Nucci: ‘Yo nunca tuve maestros’

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El gran Leo Nucci se acercó el pasado 1 de diciembre a La Quinta de Mahler para mantener un encuentro con el público que resultó, como no podía ser de otra manera, multitudinario. El barítono italiano, toda una leyenda viva -y muy activa- de la ópera de las últimas décadas, se encontraba en Madrid protagonizando las primeras funciones de Rigoletto, ópera de Verdi que durante el mes de diciembre ha subido al escenario del Teatro Real en la puesta en escena de David McVicar. Nucci estuvo acompañado por los periodistas Rafael Banús y Gonzalo Alonso, con quienes mantuvo un jugoso y prolongado diálogo, en cuyo tramo final se incorporaron algunos de los asistentes. He aquí la fiel transcripción del encuentro.

LEO NUCCI: Yo empecé a cantar en un momento en que la ópera vivía una etapa de esplendor. Por ejemplo, en mis principios canté Pagliacci con Mario del Monaco, y también lo canté en concierto con Ferrucio Tagliavini, tengo grabaciones con la Sutherland… y digo esto para remarcar que entonces, cuando debuté en 1967 en Italia, podía haber al menos quince barítonos mejores que yo, seguro. El tema es que hoy, como mucho, queda uno de esos. Y no lo digo para levantar polémica, lo digo porque me preocupa de verdad. Los barítonos que hoy día se consideran extraordinarios tienen como 25 años menos que yo, y cuando los escucho cantar me preocupo, porque creo que hay una tradición que va a perderse. Yo comencé a estudiar canto hace 58 años, en 1957, y a estudiar música en 1951 (¡aún hoy la estudio! por ejemplo, esta mañana he repasado las Suites de Bach al violonchelo). Hoy casi nadie hace carreras de 50 años, y eso es un gran problema porque los cantantes jóvenes se quedan sin grandes figuras en las que fijarse.

GONZALO ALONSO: Efectivamente, cuando tú empezaste estaban cantando grandes barítonos como Aldo Protti, Paolo Silveri, Carlo Tagliabue, Tito Gobbi, Giuseppe Taddei, Rolando Panerai, Piero Cappuccilli, Sherrill Milnes, etc. Y antes me contabas que Panerai cantó el año pasado, con 90 años,Gianni Schicchi.

L.N.: ¡Y mi buen amigo Taddei, uno de los últimos representantes de la vieja escuela, dio un concierto en Tokio a los 84 años, poco antes de morir! Todo esto lo digo porque pienso que antes que ser un cantante que quiere hacer las cosas lo mejor posible, lo que soy es un aficionado a la ópera. De siempre, pues en mi casa toda mi familia amaba la música, y hacía música. Acabo de leer un artículo sobre mi actuación en el Real ayer que decía que parecí un profesor tratando de enseñar al resto de intérpretes cómo cantar según la vieja escuela. Esto para mí no es una ofensa: es un orgullo. Y me preocupa que se deje de hacer. Porque el arte del belcanto (y no es justo decir que es un arte italiano, pues desde sus inicios en el siglo XIX algunos de los más grandes belcantistas han sido españoles: yo nunca escuché a un tenor frasear mejor que a mi amigo Jaume Aragall), si no se transmite, se pierde. Se pierde una manera de hacer ópera. Puede ser que yo anoche pareciese no estar compenetrado con el resto del reparto, pero es que yo canto como aprendí de aquellos grandes cantantes. De todas formas, ayer me hicieron un cumplido que no olvidaré en mi vida: me dijeron que qué bien había cantado, qué bien había actuado… y qué bien había escuchado al resto.

 

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G.A.: Tu carrera despegó con el concurso de canto de Spoleto. ¿Qué opinión te merecen hoy los concursos de canto, qué representan para la carrera de un cantante?

L.N.: Yo fui, por encargo de Carlo Bergonzi, presidente durante dos años de uno de los concursos de canto más importantes, el de Buseto, dedicado a la figura de Giuseppe Verdi. Hoy día hay muchos concursos, y eso es un problema porque, o al menos a mí me lo parece, los cantantes se transforman en profesionales de los concursos. Perfeccionan un aria o dos, las cantan, y ganan, pero después, cuando suben al escenario, no saben hacer nada. Cuando yo era joven no estudiábamos para ganar concursos, sino que aprendíamos de escuchar a otros cantantes. En Spoleto podíamos pasar hasta un año ensayando una obra, recuerdo perfectamente a Carlo Piccinato enseñándome cómo tenía que ponerme frente al público en El barbero de Sevilla. Hay que saber colocar la voz, y al mismo tiempo hay que interpretar la frase y sus pausas. Y esto no se aprende dedicándose uno a ganar concursos.

RAFAEL BANÚS: Vamos a hablar del Rigoletto de ayer, que como era de esperar fue todo un éxito. ¿Cuándo comenzó esta costumbre de bisar la “Vendetta”, todo un hábito en los últimos tiempos?

L.N.: Yo solía pensar que había demasiados cantantes buenos haciendo Rigoletto, como mis amigos Cappuccilli o Protti, así que nunca me había tomado en serio el papel. Pensaba que no tenía la voz adecuada, que no podía competir con ellos. La primera vez que lo canté fue en un concurso de la TV italiana llamado “Concorso Verdi”, creado por Katia Ricciarelli, en el que todo estaba preparado para que ganase ella. Mi esposa Adriana cantaba en este concurso, pero estaba de reserva, y como tenía que ganar la Ricciarelli, y Josella Ligi, una auténtica voz verdiana, estaba en el reparto principal, hicieron llamar a Adriana para que la sustituyese; cantó el “Caro nome”, e inmediatamente la llamó la empresaria de un pequeño teatro de provincias (yo, que empecé mi carrera en España, en provincias – La Coruña, Oviedo, Bilbao – sé la importancia de eso) para que cantase en el Teatro Salieri de Legnago. Así que yo empecé a ensayar Rigoletto con Adriana. Estábamos ya casados, pero nunca habíamos cantado juntos, y cuando a mí me propusieron hacer de Rigoletto, nos pareció interesante. Así fue como, el 10 de mayo de 1973, hice por primera vez Rigoletto, con Adriana embarazada de seis meses y Fernando, el padre de Luciano Pavarotti, en el coro. Hice el “Cortesani” y bien, éxito, pero llega la “Vendetta”… y me piden un bis. Y aquí estamos, casi 43 años después. Ya me lo hacen bisar hasta en el ensayo general, para no perder la costumbre.

R.B.: ¿Y sabe cuántas veces lo ha cantado ya?

L.N.: Anoche fue la 511ª vez que lo he cantado. Aldo Protti lo cantó 540 veces, durante treinta años, en La Scala. Lo que pasa es que como me hacen cantar bises, y algunas veces hasta trises, en realidad pienso que lo he cantado mucho más: 511 funciones de Rigoletto… ¡y al menos 900 “Vendettas”!

R.B.: A Verdi deberían honrarle todos los barítonos por haber escrito papeles tan maravillosos para la cuerda como RigolettoMacbethSimon BoccanegraI due foscari. ¿Cuál es el papel que más le llega al corazón?

L.N.: Creo que lo he dicho alguna vez: es el Dogo de I due foscari. No quiero ser demasiado técnico, pero trataré de explicarlo. La ópera tenía un fuerte componente teatral en sus orígenes que el repertorio romántico olvida, y Verdi recupera. En la ópera de Verdi está muy presente el teatro clásico: el tenor y la soprano tienen una historia de amor, el barítono es el contraste, y el bajo es el que lo bendice todo. Este reparto de papeles crea la tensión teatral. En la ópera anterior a Verdi, el barítono siempre estaba acabado antes del acto final, porque su voz no era asignada a ningún papel relevante para la acción. De hecho, es con Nabucco cuando Verdi se da cuenta de la teatralidad que genera incluir al barítono en el drama principal, ¡y todo gracias al empresario teatral, que no tenía dinero para pagar a un tenor, con lo cual Verdi tuvo que reescribir el papel protagonista para esta voz en sólo cuatro días! Verdi comprendió que esta voz podía representar algo importante en su obra, y a partir de entonces lo puso a la misma altura que el tenor, consiguiendo un teatro humano, no un teatro simplemente musical. A la ópera de Verdi no le interesa la disonancia de un Tristán, le interesa conseguir un teatro humanamente diverso, en el que, por ejemplo, el barítono pueda medirse con el tenor. Por ejemplo, en Il trovatore, ambos empiezan a la misma altura en el primer acto, pero con el desarrollo de la trama el barítono se convierte en protagonista del drama. Y la primera ópera en la que aplica este principio, tras Nabucco, es Il due Foscari. En esta ópera Verdi expone su idea del teatro. En Simon Boccanegra también, pero llega después, y luego Macbeth, una ópera que el público del siglo XIX no comprendió (entonces sólo se comprendía Ernani) pues es muy moderna, y que es magnífica (¡la lucha del hombre contra el poder, la superstición, etc.!), pero creo que no tiene la altura dramática de I due Foscari. Después de Verdi empieza el verismo en Italia, y se vuelve a la misma estructura de siempre: tenor y soprano protagonistas, y después el resto, ¡Scarpia desaparece en el segundo acto! Verdi hace un teatro diverso, como Wagner, que inventa el drama en música pero ligado a la filosofía, a lo lírico. A Verdi no le interesan esos temas, es más humano: él donó tierras para el ferrocarril Cremona-Piacenza, construyó un hospital en Villanova sull’Arda, construyó la Casa di Riposo de Milán para músicos retirados, incluso llegó a ser senador. Cantar Verdi es otra cosa: no es un circo, es la vida.

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G.A.: Por eso la palabra es tan importante en Verdi, también.

L.N.: Verdi escribió en una de sus cartas que en su música había que cantar el recitativo y recitar el aria, y también que, precisamente, su objetivo era la palabra cantada. Luego viene la pasión por la ópera, los does de pecho de “Di quella pira” y tal. Todo eso, de acuerdo, también lo ha escrito Verdi… pero no es Verdi.

G.A.: De Verdi, ahora estás cantando Luisa Miller, con la que volverás a Madrid en abril en versión concierto, Simon BoccanegraMacbethI due FoscariRigoletto

R.B.: ¿Y Falstaff?, ¿qué pasa con Falstaff?

L.N.: Te puedo responder con lo que dijo el maestro Kleiber cuando le preguntaron por qué no había dirigido Falstaff: “Porque no tengo nostalgia por la vida”. Es lo mismo que me contestó Taddei cuando le pregunté por el papel, que lo había cantado por vez primera a su regreso de un campo de concentración. Mira, yo canté Ford en la versión dirigida por Giulini que está grabada, y creo que no lo hice mal; y de hecho canté el papel principal en Turín con motivo de la celebración del centenario de su composición. Hace un par de años pude hacer unas 60 funciones de Falstaff por todo el mundo, pero se las dejé a mi amigo Ambrogio Maestri. El tema es que Falstaff es un hombre nostálgico, que vive en el pasado, y yo soy más bien Ford, yo tengo fe en el futuro, ¡a mi edad sigo cantando! Y puedo hacerlo, de hecho cuando lo he hecho ha sido un éxito, pero es que es un papel lleno de una nostalgia (algo que lo convierte en una obra maestra, por otra parte) que yo, ahora mismo, no siento.

G.A.: Hay otro papel de barítono que no sé si has llegado a cantar, el Barnaba de La Gioconda.

L.N.: Lo canté una vez, en Caracas, creo que hace poco se ha subido un vídeo a Youtube. Fue en 1979, justo cuando ocurrió aquel accidente doble de avión en Tenerife, y yo estaba en Las Palmas con una Lucia de Lammermoor dirigida por Miguel Ángel Veltri. Cuando terminamos, un lunes, Veltri, que había sido director del Festival de Ópera de Caracas, me propuso cantarla allí… el domingo. Me preguntó si la había cantado alguna vez, yo le dije que no, y me dijo que le daba igual. Así que cogimos un avión a Tenerife, con la que estaba cayendo, y de ahí nos fuimos a Madrid, donde llegamos el jueves, y el sábado estaba en Caracas en el ensayo general aún con la partitura en la mano. Tres años más tarde yo tenía un contrato para cantar Don Carlo con Montserrat Caballé en Orange (Francia), y su hermano Carlos me llamó para decirme que lo que se iba a cantar al final era La Gioconda: dije que me iba de vacaciones. Y cantó Matteo Manuguerra, y al año después ella hizo allí el Don Carlo… con Manuguerra. Mira, yo no tengo una voz de barítono muy adecuada para cantar ese tipo de papeles, como el de Scarpia, que no obstante he cantado 14 veces, y del que tengo dos grabaciones muy importantes: una con Solti, y otra con Muti. Pero la tradición exige una voz, creo, más violenta que la mía. Lo mismo me pasa con Il Trittico de Puccini, que tengo grabado con Mirella Freni para Decca: ellos me exigían cantar no sólo Gianni Schicchi sino tambiénIl tabarro, y yo me negué porque creo que no es para mí, así que lo cantó Joan Pons. Yo soy un amante de la música, nunca he cantado por hacer carrera, sino por amor a la música: he cantado 72 papeles de 68 óperas diferentes, y canto lo que creo que me va bien. Siempre le digo a los cantantes jóvenes que si terminan una ópera con la voz cansada, hay algo que está mal. Lógicamente hay un cansancio físico, pero si cantas lo justo, no tienes por qué notar cansancio en la voz. Hablando con Alfredo [Kraus] en la época de su regreso al Metropolitan de Nueva York, estábamos con La traviata, y le propuse cantar juntos Rigoletto. Pues me dijo que no, y mira que lo habrá cantado veces… nada, así que le propuse I puritani… y también lo rechazó. Con esto quiero decir que se debe cantar lo que a uno le va mejor en un determinado momento, no cosas que no tienen nada que ver con tu voz.

R.B.: ¿Y Guglielmo Tell?

L.N.: Guglielmo Tell me gusta tanto que en concierto siempre canto el aria, pero es que no me han llamado para cantarlo más que una vez, cuando lo hice en Florencia con el maestro Muti. No tengo problema en cantar Guglielmo Tell. Me encanta, por eso siempre intento incluir alguna de sus arias en mis recitales.

G.A.: No es nada nuevo que un cantante se rebele contra el director de escena, antes me contabas una anécdota de Gino Bechi sobre esto. Aquí cantaste una función del Rigoletto hace seis o siete años en la que te negaste a hacer determinadas cosas, y la producción de ahora, que viene del Covent Garden, donde también la cantaste tú, la has cambiado a tu gusto. Háblanos un poco de esto.

L.N.: Yo vengo de una familia de herreros, y mi abuelo solía decir: “Limpiarle la cabeza al martillo es una pérdida de tiempo, agua y jabón”. Es inútil discutir con gente que hace bien su trabajo. ¡Pero es que ese trabajo ha cambiado mucho! Yo he protagonizado muchas polémicas en este sentido, lo de Hamburgo en 1985 estuvo en boca de todos, y en 1989 decidí no cantar más en Alemania, y he tardado 22 años en volver. No sé cuanto dinero habré perdido en mi vida por este motivo, o lo que habrá afectado a mi carrera, pero no me interesa. Ahora no es posible enfrentarse así. A la puesta en escena que se verá en Madrid sólo le puse una condición: no llevar bastones, y se aceptó. Yo hago mi Rigoletto sin molestar a nadie, el que yo creo que es el Rigoletto de Verdi. En este punto no pierdo ni agua, ni tiempo, ni jabón.

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G.A.: Gracias a tu extensa carrera (50 años en 2017) has podido conocer los teatros de antes, detrás de los cuales se encontraba el empresario (por ejemplo, Ghiringhelli) y tres más, en contraposición a los de ahora, en los cuales trabajan cientos de personas. Me gustaría que hicieses una reflexión sobre las diferencias que encuentras.

L.N.: Cuando yo entré en La Scala, en 1970, aún estaba Ghiringhelli. Voy a contar una anécdota: en una función de Ernani en el Met dirigida por Schippers (yo canté con él por cierto una ópera de Menotti) al barítono, mi buen amigo Cornell MacNeil, se le ocurrió hacer algo que yo también hice en la Ópera de Zúrich, cantando el mismo papel, con Nello Santi a la batuta y acompañado por Neil Shicoff y Ruggero Raimondi, quienes sabían lo que iba a pasar: al final del gran concertato, justo antes del fin de la ópera, con la venia de Santi, canté un la natural. Como manda la tradición. Pues bien, cuando MacNeil hizo lo propio en el Metropolitan, Thomas Schippers corrió a la oficina de Rudolf Bing, el empresario, amenazando con que si algo así ocurría de nuevo, se iba. Y Bing le contestó: “Cuando quieras”. Con esto quiero decir que, antes, a los cantantes se les permitía hacer estas cosas. Ahora ya no, es totalmente diferente. La primera vez que vine a España, en 1973, todos vosotros sabéis que esto era otra cosa: España ha cambiado, el mundo ha cambiado, y la ópera no puede dejar de seguir a los tiempos que corren. Y la verdad es que lo siento mucho, porque para mí la ópera es, por ejemplo, La forza del destino que hice en el Metropolitan dirigido por James Levine en el 84, con Leontyne Price, Giuseppe Giacomini e Isola Jones; o el Un ballo in maschera que también hice en el Metropolitan con Levine junto a Luciano Pavarotti. El pasado agosto hice El barbero de Sevilla con los jóvenes de la Accademia della Scala, junto a Raimondi, y cuando el nuevo director de La Scala, que era el que estaba en Zúrich [Alexander Pereira], me pidió actuar en ella, yo le dije que había hecho durante 20 años en La Scala la producción de Ponnelle, y que no iba a ir a hacer allí otra cosa ahora. Y estuvo de acuerdo. ¿Va a cerrar una ópera porque siempre se programe la misma producción? A mí me parece que no. Después de muchos años viendo el Don Carlo de Zeffirelli, en La Scala o en Viena, el mayo pasado fui a El Escorial, y salí impresionado. Los compositores no escriben así porque sí: Verdi visitó El Escorial antes de ponerse a escribir su ópera. Por tanto, ¿ dónde está la diferencia? Hace mucho tiempo, a alguien que le gustó mucho cómo canté me preguntó en qué compañía cantaba, cuando no es una cuestión de compañías, nosotros somos independientes. Es el milagro de la ópera: que haciendo lo mismo con diferentes cantantes, La bohème es siempre La bohème. Por eso, La bohème de Zeffirelli debe ser lo mismo que La bohème de Puccini, o sea, La bohème. Como El barbero de Sevilla de Ponelle es El barbero de Sevilla. Y claro, habrá gente que dirá “Pero bueno, ¡no voy a ver siempre lo mismo!”. Error: no se va a ver, se va a escuchar. Si alguien va a la ópera por la dirección de escena, es mejor que ésta se haga en versión concierto. La función de la escena es ayudar al intérprete, porque a la ópera se va a escuchar: el intérprete es el que debe marcar la diferencia entre producciones, no la puesta en escena; tal como ocurre cuando se va a escuchar una sinfonía, que es diferente dependiendo de la orquesta y del director. Luego también están los directores de orquesta que hacen ópera, que pueden ser peores incluso que los de escena. Tampoco Verdi o Wagner escribieron óperas pensando en ellos, por lo que resulta absurdo que, como ocurría muchísimo en el pasado, por ejemplo, cortasen las óperas. Y esto ha habido grandísimos directores de orquesta que lo han hecho hasta hace muy poco: Muti, por ejemplo.

Público 1: Yo quería preguntarle si usted percibe que los cantantes de ahora se fijan más en el drama, en contraposición a los cantantes de antes, que se fijaban más en la voz.

L.N.: Si usted toma una fotografía de cualquier cantante del pasado, como Caruso, y mira su maquillaje, se dará cuenta de lo importante que era el drama también antes. El maquillaje ayuda al cantante incluso a pronunciar: si yo canto “Odio a voi, cortigiani schernitori, quanta in mordervi ho gioia!” no lo digo igual si me creo que si no me creo lo que estoy representando. Yo anoche canté Rigoletto con esto [se toca el pelo]. No me gusta. El teatro debe ser teatro, una representación de la realidad, no la realidad. Yo ahora soy Leo Nucci, pero con un poco más de pelo y unas orejas grandes, me convierto en Rigoletto. Hace poco salió un libro sobre Stracciari, boloñés como yo, y me pidieron que escribiese algo para el prólogo. Mi esposa tuvo la suerte de estudiar con el maestro de La Scala que le enseñaba los papeles a la Callas, y cuentan que ella exigía saber por qué se producían las pausas, algo que hoy no se aprecia, porque el público se fija más en la escenografía, o incluso en el físico de los cantantes. Una cosa es cantar muchas notas, y otra cosa hacer música. El maestro que me propuso cantar Rigoletto había estudiado en Roma, junto a Gigli, con Cotogni, el barítono que cantó la revisión del Don Carlo en La Scala, en presencia de Verdi, y a quien Verdi dijo que no estaba cantando lo que él había escrito… pero que como él lo hacía era perfecto.

Público 2: Antes que nada quería decir que me parece maravilloso y admirable ver a una figura como Leo Nucci con la ilusión y la pasión de un principiante…

L.N.: Es que soy un principiante. El otro día una señora vino al camerino y me preguntó de dónde sacaba la energía para cantar, y yo no supe más que responderle, porque lógicamente no tomo nada, que del amor.

Público 2: El otro día en una entrevista parecía que no le hacía mucha gracia la costumbre que tienen ahora muchos cantantes de viajar con su foniatra.

L.N.: [Cara de asombro] Esto quiere decir que debo estar más atento cuando hablo. La verdad es que yo, con mis más de 3000 funciones de ópera a la espalda, tengo que confesar que no he ido al otorrino en mi vida, no digamos ya a este nuevo especialista: el foniatra. Ayer me llegó la noticia de que un colega, que no diré quién es, ha dejado de cantar un papel que hace de maravilla desde hace muchísimo tiempo porque el foniatra le ha dicho que no es bueno para él. Esto es excesivo, y creo que es una debilidad de nuestra época: hay tantos y tantos cantantes jóvenes que han tenido problemas con las cuerdas vocales, que creo que está más que demostrado que no existe foniatra como un buen maestro de canto que te enseñe de verdad cómo colocar la voz.

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ARTURO REVERTER: Es cierto que Verdi prefería el actor al cantante, como bien ha dicho usted. De hecho, Verdi prefería las voces feas (por ejemplo, en Macbeth). Usted es un cantante-actor, pues está muy bien dotado para cantar con expresión, como nos ha demostrado varias veces a lo largo de esta entrevista. Pero claro, todo eso debe estar basado en una técnica, una técnica de respiración, de manejo del diafragma, los músculos intercostales, etc. A mí me gustaría saber dónde la adquirió, qué maestros le enseñaron a cantar. Y también me gustaría que hiciese una valoración sobre la evolución de su voz, desde la de un barítono muy lírico, con agudos casi de tenor, al estado actual: más densa, más oscura, más ancha, y más consistente.

L.N.: Con respecto a la última parte de su pregunta, puedo decirle que yo pienso que la evolución de mi voz es una evolución paralela a la dramática, me fue ocurriendo con los papeles que fui aceptando con la edad. En cuanto a los maestros, he de decir que yo nunca tuve maestros. Cuando hablo con cantantes jóvenes me sorprende que tengan lo menos tres maestros de canto: yo, y también mi mujer, aprendimos escuchando a los cantantes que nos parecían importantes. En nuestra casa, sobre el piano, hay cuatro fotos: Adriana y yo con Alfredo [Kraus] tras un Rigoletto en Barcelona, Adriana y yo con Alfredo tras unL’elixir d’amore en Bilbao, ella con Bergonzi, y yo con Bergonzi. Basta. Trabajando con dos cantantes como estos, Bergonzi y Kraus, se puede aprender muchísimo. Como al principio me parecía que Capuccilli tenía la mejor voz que he escuchado en mi vida, me fijé en su fiato, en cómo lo impostaba, y muy, muy despacio, practicando, llegué a hacerlo como él. Es un estudio constante. También tengo una suerte: tengo una voz fea, como quería Verdi. Para mí, la voz no es importante, sino el resultado: dónde la voz te puede llevar. El año que viene haré que el cuarteto de cuerda que yo dirijo, y que estrenará en el Museo Stradivari de Cremona el 22 de septiembre del año próximo mi cuarteto de cuerda, me siga por todo el mundo tocando antes de cada uno de mis recitales. Este conjunto es el único que ha interpretado todos los conciertos para cuarteto de cuerda de Donizetti, que escribió dieciocho. Y era violista. Con esto quiero decir que no es raro evolucionar, yo intento todo el tiempo buscar cosas nuevas, y esas cosas luego las traduzco en mi actuación sobre el escenario. Por ejemplo, yo empecé como trombonista (he llegado a tocar el prólogo de Rigoletto con el traje puesto, para salir después a cantar), y tanto entonces como cuando toco el cello ahora, yo hago fiato. No se hace música, no se vive, sin el fiato. En definitiva: soy un cantante serio, no de serie.

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