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Por Publicado el: 18/01/2019Categorías: Diálogos de besugos

Críticas en la prensa a ‘El Oro del Rin’ en el Teatro Real

Nuevo intento de ofrecer la «Tetralogía» en el Teatro Real y nuevo fallo. Recordemos que la primera llevó las firmas de Peter Schneider para el foso y Willy Decker para la escena. Se trataba de una coproducción con la Ópera de Dresde y todos recordamos cómo los dioses saltaban de butaca en butaca del patio de butacas que era el escenario. Ahora es Robert Carsen, otro genio de la regia, quien firmó la producción de la Ópera de Colonia vista también en el Liceo. El público de Madrid, en donde no hubo muchas posibilidades de disfrutar de un «Anillo» en condiciones cuando el Teatro de la Zarzuela mantenía el género, tiene derecho a que se le ofrezca la inmensa obra con respeto total a la idea original de Wagner, con un enfoque tradicional, con dioses, serpientes, pájaros del bosque, etc. Los experimentos, los enfoques alternativos están muy bien cuando ya se conoce la idea original. El Real tenía que haber acudido a otro tipo de proyecto y, aunque el teatro esté lleno para todas las siete funciones, el público habría disfrutado más con menos ecología y más realismo mitológico.

Por otro lado tampoco se comprende que se alquile la producción de Colonia de hace 18 años en vez de la que la Fura realizase para el Palau de les Arts en 2007, de largo más atractiva y con una «Valquiria» excelente. ¿no se trata de colaborar con otros teatros españoles cuando el producto lo merece?

La orquesta sonó, porque es una buena orquesta, pero llegaron a perderse durante un largo minuto hasta que afortunadamente se volvieron a encontrar. El «Oro» tiene más sustancia que la que escuchamos.

No parece que la crítica entre en estas consideraciones, que creemos imprescindibles. Lean lo que nos van contando…

El País 18/01/2019

Oro verde

La puesta en escena de Robert Carsen se decanta aparentemente más por una distopía que por una utopía. El Rin es un nido de desechos humanos en pleno Antropoceno y las hijas del Rin, en vez de mujeres atractivas y luminosas, como describe la música, son criaturas harapientas y oscuras. Tampoco en el Nibelheim, el inframundo, encontramos la crítica demoledora al capitalismo y a la explotación laboral que plantea Wagner en su texto y en su música, y ese arcoíris final se transmuta en una nevada (a Carsen le gustan los pequeños objetos que caen desde lo alto), quizá con una resonancia metafórica no del todo bien explicada. En su propuesta chirrían demasiadas cosas, como la conversión de Froh y Donner en personajes casi cómicos, el encariñamiento de Freia por su raptor o la escasísima entidad psicológica de Wotan, sin un solo atisbo de ese parentesco con Robespierre que señalara el propio Wagner.
Como siempre sucede, los cantantes minimizaron o maximizaron los defectos de la puesta en escena. Greer Grimsley, por ejemplo, ayudó muy poco, o casi nada, a hacer de Wotan un personaje creíble. Su canto surge con facilidad, pero tiende a la monotonía más absoluta, sin resaltar palabra alguna, y en Wagner hay palabras que deben revestirse de un énfasis especial. Resulta sorprendente la deficiente prestación vocal de Sarah Connolly, el nombre más sonado del reparto, que parece siempre perdida en el escenario y que cantó sin convicción y con un aparatoso vibrato. Sophie Bevan estuvo mucho mejor vocalmente, aunque no siempre cantó en estilo. Mikeldi Atxalandabaso fue un excelente Mime, más aún siendo su primera incursión en el papel. Samuel Yuon compuso un Alberich notable, no siempre ayudado desde el foso, mientras que en el Loge de Joseph Kaiser pueden valorarse más las buenas intenciones que la plasmación real de las mismas. Por último, de los dos gigantes, destacó con mucho el extraordinario Fafner de Alexander Tsymbalyuk: por voz, por dicción del texto y por vis dramática, el mejor cantante en el estreno.
En la dirección musical hubo numerosísimos altibajos desde un comienzo muy poco prometedor, con una concepción de la introducción orquestal mucho más estática que dinámica y un crescendo en exceso brusco al final. Pero el principal pero que puede ponerse al planteamiento global de Heras-Casado es que en la prestación de la orquesta falta continuidad y, sobre todo, narratividad. En Wagner no hay arias que la orquesta acompaña. La orquesta es un ente autónomo, con voluntad propia, con recursos aparentemente ilimitados, amén de servir con frecuencia de diván en el que acaban desnudando sus miserias todos los personajes. Y, en lugar de primar el grand récit, el trazo largo, lo que suena tiende a lo episódico, a lo espasmódico incluso: es decir, pequeñas o medianas células poco interconectadas. Los momentos capitales del drama no tienen la preparación ni la respuesta orquestal adecuada y los dramas de Wagner, para ser eficaces, necesitan de la identificación y la correcta plasmación de estos clímax. Los yunques amplificados de la tercera escena no sonaron a tales y tampoco pudo percibirse la poderosa conjunción de armónicos que deberían producir. A la espera de las tres jornadas de la tetralogía en sucesivas temporadas, este Oro del Rin, más allá de sus resonancias ecológicas, está aún verde, demasiado verde. Luis Gago

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E Oro del Rin en el Teatro Real

El Mundo 18/01/2019

El Oro del Rin en el Teatro Real: Ocaso antes del alba

Vuelve ‘El anillo del nibelungo’ al Teatro Real 17 años después de la producción anterior, con una equivocada dirección escénica de Willy Decker, y una dirección musical de un poco inspirado Peter Schneider.

El regreso de la magna alegra no solo a melómenos en general y wagnerianos en particular, sino a cualquier ciudadano interesado por lo que aún seguimos llamando Cultura, en cuanto expresión del pensamiento y el espíritu, hermanados por un bello adjetivo, humanos, en su sentido más auténtico y esperanzado. El Festival escénico imaginado por Richard Wagner es un logro prodigioso que aúna drama y narración como las dos caras de la existencia de dioses, semidioses, gigantes y simples mortales, habitantes de un planeta al que se prefiere conquistar antes de aceptarlo como el residuo del paraíso perdido.

La saga, el cuento, la historia familiar se presta a ser interpretada con libertad, siempre que no se pierdan de vista ni la caracterización de los personajes, ni la sucesión de peripecias que dan sentido al arranque de una fabula a la que El oro del Rin sirve de prólogo.

La producción de la ópera de Colonia parece haberse adelantado al ocaso o crepúsculo de los dioses que remata la historia, introduciendo ya en el alba una atmósfera de decadencia. Que se inicia con un Rin convertido en vertedero, donde sus Hijas, las guardianas del oro, aparecen como unas zarrapastrosas que se dejan arrebatar el tesoro invisible por Alberich, el gnomo lascivo y ambicioso, convertido en un sin techo torpe y sucio. Porque la decadencia, llámese crepúsculo u ocaso, pronto comprobamos que no se refiere a una concepción pesimista del drama, sino que afecta a la narración misma, empobrecida hasta la indigencia por lo que se diría una falta de interés en lo que se cuenta. Los personajes pierden su empaque original, en un enconado esfuerzo de bajarles de categoría (humana, psicológica y mítica). Si Wotan, padre de los dioses, es un insulso militar de provincias, el semidiós Loge abandona la magia de su travesura para presentarse como un camarero, los gigantes terribles pierden la truculencia de su fascinación como albañiles malhumorados.

Del escenario llega el tedio de un relato que no se cuenta porque ha dejado de interesar. Un desinterés que alcanza a un fiasco vocal que obliga a la orquesta a un ejercicio de contención para no cubrir el esfuerzo de las gargantas. Samuel Yun se desgañita hasta insuflar desgarro al Alberich que empezó de indigente; intenso en su apaleada dignidad el Mime de Mikeldi Atxalandabaso; Sophie Bevan es una creíble Freia, tierna con su raptor muerto.

Pablo Heras-Casado demuestra que le gusta Wagner, lo penetra y paladea cuando tiene ocasión, aunque caiga a menudo en la grandilocuencia en los tramos orquestales, quizá para desquitarse de las bridas a la que le obliga la penuria vocal del reparto.

Es triste constatar una nueva decepción en un arranque que no despierta el entusiasmo ante las jornadas por venir. El Teatro Real, en vez de encargar el nuevo montaje a artífices patrios, ha preferido rescatar esta versión de originalidad discutible, a cargo de un reparto bajo mínimos. Aclamado el director musical, premiados educadamente los intérpretes (menos el Wotan imposible del señor Grimsley), y con algún abucheo para los responsables de una lectura teatral poco entusiasmante. Álvaro del Amo

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El Oro del Rin en el Teatro Real

La Razón 18/01/2019

La ecología y el mito

El Oro del Rin de Wagner. Greer Grimsley, Samuel Youn, Mikeldi Atxalandabaso, Sarah Connoly, Ronnita Miller. Orquesta y Coro titulares del Teatro Real. Director musical: Pablo Heras-Casado. Director de escena: Robert Carsen. Producción de la Ópera de Colonia vista ya en el Liceo de Barcelona. Teatro Real. Madrid, 17 de enero de 2019

El Teatro Real se pone el ropaje wagneriano para afrontar, por segunda vez en su historia reciente (la primera, no del todo satisfactoria, tuvo a Willy Decker como regista) “El Anillo del Nibelungo. Esta noche se ha abierto el fuego con el Prólogo: “Das Rheingold” (“El oro del Rin”), una obra pétrea, concisa, unitaria, en un solo acto y cuatro escenas, que dura alrededor de dos horas y media. Del “Preludio” nace buena parte del propio “Anillo”. Es el motivo de la Naturaleza, la “Ur-Melodie”. Todo empieza en un acorde básico de mi bemol mayor desde el grave. Una trompa enuncia pianísimo las notas del tema, una segunda las repite. La melodía progresa y comenzamos a apreciar la magnificencia de la música. Aquí también hemos empezado a calibrar el trabajo de Heras-Casado, que ha logrado un excelente pianísimo inicial y ha sabido regular poco a poco el gigantesco “crescendo”.

Su labor nos ha parecido luego muy ajustada, pulcra y eficiente, hasta cierto punto matizada, con adecuados arcos dinámicos y una racional exposición de los distintos motivos conductores que animan el tejido y dan alas al pentagrama. Todo ha discurrido con fluidez y, hasta cierto punto, con innegables calidades tímbricas, desarrolladas por una imponente orquesta (la que pide Wagner) de casi cien músicos. Incluso se han situado en el ampliado foso cinco de las seis arpas exigidas. Hemos echado en falta, sin embargo, un aliento más heroico, una acentuación más grandiosa en algunos puntos clave, como la entrada de los gigantes el acceso de los dioses al Walhalla, que remata la obra de manera tan esplendorosa.

Se nos ha brindado la producción del la Ópera de Colonia de Robert Carsen, una seca metáfora de un mundo asolado e inclemente, en el que la lucha por las fuentes de riqueza toma gran importancia. Un alegato ecologista trazado de manera muy simple, nada grandilocuente. Todo sucede, efectivamente, en un ambiente ascético, donde sobreviven malamente los dioses, aunque no del todo privados de ciertos lujos. Un vertedero, una enorme sala con grandes bloques de hormigón y grúas, una lóbrega sala donde se arrastran como sanguijuelas los aherrojados nibelungos, son los escenarios que contemplamos. Los gigantes –aquí dos hombres altos pero normales- dirigen a un equipo de trabajadores de la construcción. Aquí allá pululan criados de smoking. Y no deja de haber algún que otro detalle chusco; como ese palo de golf (el martillo de Donner) o el traje de militar de república bananera de Wotan, convertido aquí en un personaje casi de revista, exento de grandeza y de altura. No sabemos bien por qué, pero la entrada al Walhalla , con el cadáver de Fasolt en primer plano, no nos ofrece luz y grandeza, sino la mansa caída de nieve. Muy mal resuelta la escena en el Nibelheim. Producción, con lógicos aciertos parciales, pero que creemos que no acaba de penetrar dramatúrgicamente en el meollo de la historia.

Se contó con un apreciable equipo vocal del que destacamos al tenor lírico-ligero Mikeldi Atxalandabaso, que debutaba Mime. Excelente por caracterización vocal, con el histrionismo justo, y actitud escénica. El Alberich del bajo-barítono Samuel Youn nos causó buena impresión. No posee la negrura ideal, pero cantó estupendamente, expresando con adecuación, con sonidos excesivamente abiertos en ocasiones. Wotan fue Greer Grimsley, que es cantante estimable, pero con la voz muy atrás, y de timbre no precisamente agradable. Bien como Freia –con su maletita llena de manzanas de aquí para allá- la gentil soprano Sophie Bevan. En su punto la Ficka de la eficiente mezzo Sarah Connolly. El tenor Joseph Kaiser, muy engolado, de timbre paliducho, dibujó, no obstante, un Loge dotado de distinción. Interesante el bajo Alexander Tsymbalyuk como Fafner. Desiguales las Hijas del Rin (Isabella Gaudí, María Mió y Claudia Hucke) y en su sitio Ronnita Miller como Erda.  Arturo Reverter

 

Rheingold-alberich

ABC, 18/01/2019

La forja del éxito de Pablo Heras-Casado

…Lo más evidente es que su versión no se adueña de nada y vive de lo propio. Desconfía del mito, de la profundidad y recorre superficies. La partitura es antes un camino que se transita que una exploración de fondo. «El oro del Rin» suena nuevo, reformado, candente y eficazmente plegado a la idiosincrasia escénica. También hay argumentos ajenos al foso que se suman en esta propuesta de posibles y de aciertos: un reparto extraordinariamente bien caracterizado, de una salud vocal muy estimable y al que la orquesta cuida y sostiene. Apenas fue ayer una anécdota el cansancio final de Greer Grimsley, Wotan cuya proyección tiene un punto de contenida. Samuel Yon dibuja un Alberich soberbio y la pareja de gigantes, Albert Pesendorfer y Alexander Tsymbalyuk, ejercen de tales, incluyendo la apariencia. Cabe citar el detalle de madurez en la voz de Sarah Connolly o la claridad y regusto en la dicción de Joseph Kaiser. Su Loge implica autoridad, como el Mime de Mikeldi Atxalandabaso humillación o la Erda de Ronnita Miller la gravedad propia de una naturaleza sensata y estoica.

La sensación general es de claridad, orden y equilibrio. Algo de lo que saben mucho Robert Carsen y Patrick Kinmonth, diseñadores de la producción teatral…. Alberto González Lapuente

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