El Concurso Chopin, bandera en llamas. Lo que su XIX edición nos ha dejado
El Concurso Chopin, bandera en llamas
Lo que su XIX edición nos ha dejado

Imagen de la fase preliminar del XIX Concurso Chopin
Se dice que Charles Chaplin (se non è vero è ben trovato) quedó segundo en un concurso de imitadores de Charlot. ¿En qué lugar hubiera quedado el mismísimo Chopin si este año hubiera participado en su propio concurso? Sacudan la cabeza ante una idea tan peregrina: Chopin ni siquiera se lo hubiera planteado porque, al igual que Bartók, pensaba que las competiciones son para los caballos. Y sin embargo, la sociología nos enseña que ambos estaban equivocados: los concursos musicales sirven sobre todo para perderlos. No le pregunten a un caballo, pregúntenle a Ivo Pogorelich.
O a Lisa McCormick, especialista en el tema. Según ella, los concursos nos enseñan lo que en cada momento se valora y lo que no, cuáles son los límites de interpretación aceptables y los inaceptables y miden, en fin, hasta qué punto el público valora o no la música que en ellos se celebra. Y esto, entiéndase bien, no sólo por lo que diga un jurado, sino ante todo por la controversia que, con algo de suerte, suscitan: sin una buena polémica, resulta difícil orientarse sobre lo que debe ser valorado. En este sentido, y frente al cafarnaúm desencadenado en ediciones más afortunadas, el Concurso Chopin ha pasado este año de manera discreta, sin pena ni gloria.
El arte está en el ojo del espectador. El mérito artístico es una bandera en llamas que cada concursante arroja al patio de butacas con la esperanza de que alguien la recoja, la haga suya y la defienda. En el Concurso Chopin, la bandera queda suspendida en el aire durante tres semanas, como un lienzo sonoro, y los oyentes interpretan a conveniencia su diseño.
Como siempre, algunos partidarios del pathos dionisíaco, con su horca y sus teas encendidas, como las ménades, vieron el fuego y declararon a algún pianista como su nuevo profeta, considerando que en su interpretación de los Estudios o de las Baladas ha triunfado la expresión personal sobre la huera técnica escolar, la práctica de un Hanon estéril, fatigado por el uso.
Los partidarios de Apolo se lanzaban en bandada a las paredes del Auditorio de la Filarmónica de Varsovia, en busca de extintores, y aún soplaban sobre la bandera para ayudar en la extinción del fuego. Para ellos el valor de una interpretación de los Preludios, cuanto más de alguna de los Scherzos o las Sonatas, está en la celebración del canon heredado, en la excelencia técnica y en la subordinación de la originalidad del artista ante el genio del autor.
Dejando aparte esta eterna controversia entre apolíneos y dionisíacos (la lista de los respectivos candidatos sería fatigosa), algunos intentos de animar la tertulia, como el de Norman Lebrecht declarando en titulares que un miembro del jurado había declarado injusto ganador a Eric Lu frente a la china de 16 años Tianyao Lyu, aire fresco a raudales, han quedado en nada. Ese jurado nunca dijo lo que Lebrecht dijo que dijo. Qué le vamos a hacer.

Eric Lu se alzó con la victoria de esta edición del certamen
¿Tiene razón Josu de Solaun, que ha publicado en Facebook una declaración (cinco páginas, en inglés), para explicar cómo concursos como el Chopin están forjando un estilo interpretativo estándar, objetivamente mensurable y por tanto desalmado? Sé que simplifico en exceso, pero en resumidas cuentas para Josu de Solaun, extraordinario pianista él mismo, una paella que sólo tiene arroz no es una verdadera paella, porque carece de misterio artístico: hay que añadir conejo o mariscos y sal al arbitrio de quien lo guisa.
Probablemente tiene razón, pero sin aclarar por quién lo dice (seguramente no por el estadounidense William Yang, sexto premio, ni por el georgiano David Khrikuli, que ha conseguido un importante número de apasionados partidarios a pesar de no haber conseguido ni uno sólo de los premios otorgados), su declaración carece de la fuerza necesaria para suscitar esa polémica viva, creativa, que forma opinión.
Sístole y diástole de la práctica musical. En el momento actual, la interpretación pianística parece haber alcanzado un momento de estabilidad y consenso, marcado, más que por el protagonismo de una o dos figuras excepcionales promovidas por la publicidad o el escándalo, por la irrupción de una segunda generación de artistas orientales, o de ascendencia oriental, de extraordinaria calidad.
Las causas y consecuencias del dominio indiscutible de estos pianistas en la tradición europea del piano queda para plumas más autorizadas. Mientras tanto, ¿quién podrá afirmar que el virtuosismo apabullante del canadiense Kevin Chen (veinte años, segundo premio) le impide ofrecer versiones sumamente expresivas y personales de las obras que interpreta (Estudios op. 10 en segunda ronda; Balada nº 4, en tercera ronda)? Y en cuanto al ganador, Eric Lu (EEUU, 28 años), ¿podrá alguien resistirse a su maravillosa tercera ronda?, ¿esa Barcarola, esas Mazurkas, esa Sonata en Sim?



























Últimos comentarios