Historias musicales: Puccini, el cabo y la Torre donde se forjó “Turandot”
Puccini, el cabo y la Torre donde se forjó “Turandot”
En una noche de mágica inspiración, un joven militar fue el inesperado primer oyente de la que luego se convertiría en la última obra maestra de Giacomo Puccini.

Puccini era un enamorado de la naturaleza: practicaba la caza y la pesca, y solía dar grandes paseos por el monte
La historia posee algo del aura poética de aquel encuentro amistoso entre Pablo Neruda y el humilde cartero al que con poderosa convicción dio vida Massimo Troisi en una recordada película, que luego el simpático compositor mexicano Daniel Catán convertiría, además, en una ópera, Il Postino.
Giacomo Puccini buscaba asunto para la que habría de ser la última suya. Por el camino llegaría a cruzarse hasta Dickens, mediante una posible versión de Oliver Twist, pero al final la escogida fue Turandot, que el compositor concibió, en buena parte, durante un peculiar retiro.
Al autor de Tosca le gustaban los cigarros, las mujeres, los coches y la caza, que también solía combinar con amenas jornadas de pesca. En un alejado enclave de la Toscana, Grossetani, había encontrado el lugar adecuado para abandonarse a los placeres cinegéticos, dar largos paseos por sus verdes montes y de paso crear sin mayores incordios, a partir de 1920. El resto podía esperar.
A escasos metros de la playa de Ansedonia, se yergue aún la Torre della Tagliata, después rebautizada como Torre Puccini, una suerte de enclave defensivo mandado a construir hacia 1586 por las autoridades españolas que entonces regían Nápoles, temerosas de posibles expediciones moriscas.
El puesto costero debía su nombre (“cortada”) a su singular perfil. La torre, con el tiempo mudada en aduana y cuartel militar, presenta una forma irregular: en semicírculo por la parte que mira directamente hacia al mar y cuadrada en la que se ofrece a la tierra. Algo debió ver en ella Puccini que, en 1918, decidió adquirirla, haciéndola restaurar tras años de abandono hasta convertirla en una suerte de oasis de paz frente a los compromisos sociales y otras pesadas cargas, durante cuatro años.
El compositor ya frecuentaba las zonas de Capalbio y Orbetello desde 1896 para dedicarse a cazar corzos y jabalíes, e incluso crear alguna receta propia, como su Gallareta a la Puccini. En la soledad agreste de los bosques de la Maremma, también solía encontrar refugio para componer. Pero no fue hasta cerca del final de sus días cuando decidió instalarse allí en un periodo fijo de su último ciclo productivo. “Aquí se respira el aire, la luz y el sol… aquí trabajo en paz y nada me distrae. Me encuentro inmerso en la más fecunda paz campestre y en la soledad”, dijo en una ocasión.
No fue el único, algunos años más tarde la escultora Niki de Saint Phalle legaría a Capalbio una de sus creaciones, Il Giardino dei Tarocchi. Y allí mantiene, también, una coqueta segunda morada el compositor y director de orquesta romano Marcello Panni, ahijado de Stravinski, colaborador frecuente de Pavarotti, encargado del estreno de una ópera (Patto di sangue) basada en Ligazón de Valle-Inclán, antiguo responsable artístico del Teatro San Carlo de Nápoles y de la Sociedad Filarmónica de Roma.
A él le debo, precisamente, además de haber disfrutado allí de la amena compañía de su leal asno, Adelardo, cuya inteligencia supera con creces a la de la mayoría de nuestros políticos, el haber conocido el exacto lugar donde Puccini concibió las primeras notas de su inconclusa postrera obra maestra, ofrecidas en inesperada primicia a un personaje muy especial.

Torre Puccini, como se encuentra hoy, convertida en reclamo turístico
Adosado a la Torre della Tagliata, se encontraba un almacén que con el tiempo se convertiría en cuartel de la brigada de la Guardia de Finanzas, un pequeño grupo de militares destinado a ese lugar por la administración italiana para combatir el asiduo contrabando marítimo en la zona. Puccini solía abandonar en ocasiones la intimidad de su guarida para frecuentar su compañía.
El autor de Tosca compartía con la soldadesca algunas jornadas de caza y pesca. Juntos comían el austero minestrone de la guarnición y a veces mataban el tedio jugando a las cartas. “Estos militares saben respetarme con el más absoluto, religioso silencio”, dijo. Una tranquilidad imprescindible para sumergirse durante las noches, entre interminables volutas de humo y la única compañía del piano, en las desventuras de la valerosa Liù, enamorada secreta del príncipe desconocido, Calaf, a su vez dispuesto a traspasarle el gélido corazón a la atormentada Turandot aunque en el envite arriesgara la vida.
Durante una de sus vigilias, destinadas a perfilar los sutiles contornos de sus personajes, ofreciéndoles una nueva vida en música, parece ser que Puccini se sintió particularmente perturbado por un particular rapto de inspiración, hasta hacer llamar a su estancia (la misma en la que en una Nochebuena recibió a Giuseppe Adami, uno de los libretistas de la nueva obra, para que le leyera el acto primero completo) a un joven militar.
De ese modo, de entre todos los miembros del destacamento, su predilecto, el cabo Campelli Terigg, resultó el privilegiado partícipe, durante un único instante, de su impulso creador, destilado a través de los personales sonidos que fluían en cascada desde el piano.
En un instante preciso, el compositor se detuvo para solicitarle al invitado el parecer acerca de lo escuchado, unas sinceras palabras que calmaran su agitación. Pero más que con una respuesta articulada, su joven amigo le correspondió de la mejor manera posible. Para calmar aquella inquietud, le bastó con su silencio: la emoción del momento solo le permitía seguir escuchando atentamente aquellas notas regaladas, naturalmente mezcladas con el cercano rumor de las olas mediterráneas, sin dejar ni por un instante de sonreírle.



























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