Historias musicales: Dalí, su ópera desaforada celebra un doble aniversario
Historias musicales: Dalí, su ópera desaforada celebra un doble aniversario
En 1985, se publicó la primera grabación mundial de Être Dieu (Ser Dios), la ópera de Salvador Dalí, una obra a la altura de su reconocible universo artístico y personal, a ratos caótico, onírico, caprichoso, casi siempre original, surrealista y sugestivo. Y hace veinte años, en 2005, se programó el estreno, que consistió en una versión sólo parcial, poco satisfactoria, por lo que la pieza permanece inédita a la espera de que algún teatro o festival se decida a provocar lo que seguramente se convertiría en un acontecimiento internacional.

Dalí llegó a concebir una ópera
En 1926, Federico García Lorca dedicó una célebre oda a su gran amigo, Salvador Dalí, en la que, entre otras, cosas afirmaba: “Canto el ansia de estatua que persigues sin tregua”. Por aquellos años ya parecía claro que el artista ampurdanés, ansioso de gloria, aspiraba a que, más pronto que tarde, su celebridad le colocara en un pedestal.
Su eterno deseo de reconocimiento le acompañaría hasta el final. Nunca lo negó. En cierta ocasión, contó cómo en los periodos navideños, durante sus paseos, caminaba por las calles portando en la mano una campanita (“de Papá Noel“). Si alguien pasaba por su lado sin reparar inmediatamente en él, la hacía sonar hasta que el distraído transeúnte se volvía para reconocerle. “Haces bien en poner banderines de aviso” (también le decía Lorca).
En aquel tiempo de amistad fraternal con el autor de Poeta en Nueva York, Dalí llegó a pensar en la posibilidad de que ambos crearan conjuntamente una ópera. El sujeto podría hallarse en la muy tempestuosa, pero bien fructífera relación, entre Ludwig II de Baviera y Richard Wagner. Aunque hay quien sostiene que aquel proyecto, nunca realizado, en realidad, contenía ya el germen de la obra que el pintor concebiría casi medio siglo después, la ópera-poema Être Dieu (Ser Dios), cuya primera, única grabación vio la luz hace cuarenta años.
A principios de los 70, la estrella del creador comenzaba a declinar; su puesto en el escalafón artístico parecía más que asegurado por su trayectoria, pero el interés de la gente en sus nuevas propuestas, incluido el propio mundo del arte, enflaquecía. El genio surrealista del pincel había sido en parte consumido por el voraz publicista de sí mismo, empeñado en cultivar su calculada leyenda de provocador megalómano e hiperbólico que, a fuerza de repetir sus números circenses y prolongar su exuberante cháchara, convirtió su pretérita, deslumbrante genialidad en una caricatura de tintes folclóricos.
En ese tiempo, Dalí era ya casi un personaje de Walt Disney en el que convivían el anciano histrión agitador cosido a las faldas de su mujer, la enigmática Gala, con el inagotable fabulador de anécdotas que el tiempo había convertido en pueriles; el creador que en otro tiempo deslumbraba a las celebridades de su época con la libertad desatada de su imaginación, pácticamente agotado su filón, y el chamarilero que aún pretendía dar una vuelta de tuerca al oficio con novedosas fórmulas de su propia cosecha, “el hiperrealismo metafísico o sibarítico”, que en realidad poco ofrecían ya de novedoso u original.
Recluido en su refugio ampurdanés de la Torre Galatea, cavilaba su reinvención. El primer artista mediático de la historia siempre había intentado adelantarse al impulso de los tiempos, surfear sobre la ola de la actualidad. Apreciaba la técnica, y aunque no era un rockero, ni concedía mayor virtud a la música que la de aplacar momentáneamente las tormentas del alma con sonidos epidérmicos y oportunistas (creía, como Kant, que era la más inexpresiva entre las artes), sí era una estrella. E intuía que podía subirse a los escenarios. Al final y al cabo su pintura no puede ser más teatral.
Espoleado por el interés de Oriol Regàs, que invertía los beneficios de Bocaccio en proyectos que aunaran la coartada intelectual, sofisticada con un cierto espíritu comercial, en 1972 Dali comenzó a sacarse de la chistera Être Dieu, que denominó “ópera-poema audiovisual catarro (¿o sería cátaro?) en seis escenas”. No era Verdi, no componía, y aunque su padre creía que era mejor escritor que artista, tampoco se trataba de darle la razón poniéndose a elaborar un libreto. Ahí alguien sugirió el nombre de Manuel Vázquez-Montalbán, seguramente Regàs, pues ambos pertenecían a la crema de la “gauche divine”.
A través de varias conversaciones en las que el escritor sudó para sacar algo en claro, surgió la idea de un texto con limitadas posibilidades dramáticas, un batiburrillo amalgamado con fragmentos cosecha de la filosofía del creador, trenzado de retales de sus opiniones acerca del mundo y sus cosas: la creación, el hombre, Dios, … Por supuesto, también debían figurar algunas de sus más urgentes obsesiones en aquellos días junto a otras pasadas: Marilyn, Mao, la Garbo, los hermanos Marx, Juana de Arco, Guillermo el conquistador y hasta Charles Manson desfilarían entre sus líneas.
Hasta ahí la letra… pero, ¿y la música? Dalí no se anduvo por las ramas, pretendía lo mejor de la música de aquel tiempo. En casa parece que escuchaba con insistencia la Serenata de Enrico Toselli (quizá en la voz del divino Beniamino Gigli), una nostálgica “canzonetta” italiana que, con simple pero efectiva melodía, habla sobre la fugacidad de los instantes felices en el breve curso de una vida.
Para presentar al mundo una ópera daliniana, se debía recurrir a un autor vanguardista y sólido. Contactó con Krzysztof Penderecki, pero el creador de Treno por las víctimas de Hiroshima (del que era muy fan Stanley Kubrick), le dio calabazas. No apreciaba nada serio en prestarse a participar en un proyecto que carecía de mucho sentido y que, encima, si triunfaba, sería conocido en el mundo como la ópera de un autor, el propio Dalí, para la que no había escrito ni una nota.
Alguien sugirió, entonces, el nombre de un joven compositor francés, antiguo alumno de Oliver Messiaen, el responsable de San Francisco de Asís, una de las grandes ópera del siglo XX. Igor Wahhevitch aceptó gustoso el envite, la ópera se grabaría en París en los magníficos estudios de la EMI con recursos más que suficientes: una orquesta sinfónica, coro, varios narradores entre los que figuraron Delphine Seyring y Catherine Allegret, y una soprano.
Al joven creador, aún camino de afianzarse, le interesaban los sintetizadores, que ya empezaban a caminar, el rock progresivo (seguía a Pink Floyd), la música concreta y todo lo que pudiera oler a vanguardismo. Además aquí no había prácticamente dramaturgia ni historia que plasmar, lo que le permitía dar rienda suelta al torrente de su imaginación creadora a partir de las líneas, muy genéricas, que plasmó en su disperso libreto Vázquez Montalbán. El escritor se descolgó del proyecto en cuanto entregó su trabajo, adivinando lo que la naturaleza imprevisible, caótica y excesiva de Dali podría hacer con el resultado final. Lo que pudiera ocurrir más adelante con su trabajo parecía importarle poco.
¿Y qué papel podía jugar Dalí, que ni era escritor ni componía en una ópera que debía llevar su sello? Como era previsible, el pintor se reservó un protagonismo esencial en la grabación. Por encima de la pista musical, el autor de La persistencia de la memoria registró sus propias aportaciones, un compendio de ocurrencias, opiniones y recuerdos. Arranca la música con su primera afirmación: “El amor y la guerra, la sal de la tierra”.
A partir de ahí, intercalados en la música y el texto del libretista se suceden sus peroratas, a veces simples ráfagas onomatopéyicas y comentarios controvertidos, como cuando se cuestiona la esencia de la democracia porque la elección de los gobernantes se deja en manos de “cretinos”. El apolítico defensor de la monarquía exalta la figura de José Antonio y se opone tanto al divorcio como al aborto.
Además Dalí canta, o lo intenta (“¡O Salvador Dalí de voz aceitunada!”, proclamaba Lorca). Sobre todo canciones sicalípticas de la infancia, en las que se complace dando énfasis a ciertas vulgaridades y referencias escatológicas. Se atreve con el fragmento más conocido de la mítica Singin in the rain y recita poemas de Rubén Darío.
Por supuesto, no faltan los fragmentos conocidos entresacados de algunas de sus entrevistas más delirantes, en las que mezcla la metafísica con Stravinski, el camino de Santiago y las prostitutas del París pre-revolucionario que, según él, eran promovidas por las monjas de aquel tiempo porque al regresar a casa, arrepentidos tras haber pecado, los hombres se convertían fácilmente en los mejores padres y maridos por causa de la culpa. Todo agitado en su delirante coctelera con imágenes sugeridas de jirafas que explotan o el canto de varias gallinas.
La música de Wahevitch, ajena a la obligación de otorgar coherencia o sentido a cualquier mínima acción dramática, por inexistente, ofrece lo que en cierto modo exige Dalí: un tapiz sonoro tan sugerente como ecléctico, que seguramente obedece a las propias ansias de experimentación de su autor. Los generosos recursos a su alcance le permiten transitar desde el canto gregoriano hasta la música aleatoria, con dosis de minimalismo y hard rock más unas gotas de orientalismo que, en algunos momentos de su parte final (comprende seis en total), recuerda a los intentos que Puccini hizo en Turandot por sugerir ecos de la música china, con sus particulares recursos armónicos.
En definitiva, resulta una experiencia auditiva algo agotadora, pero no exenta de destellos y hallazgos de indudable interés. “El mundo tiene sordas penumbras y desorden”, el verso de Lorca sintetiza el conjunto al que da voz esta obra caudalosa, desaforada, libérrima aunque a veces teñida de un indudable magnetismo, vinculado seguramente con la paradójica personalidad de Dalí.
Cuando el discurso se torna tedioso, surge de la nada alguna ráfaga daliniana de reminiscencias surrealistas para sacudir al oyente de su modorra. El bostezo se torna entonces en sonrisa o carcajada, según el humor imperante. La parte puramente vocal se limita a la presencia abundante de los coros y las puntuales intervenciones de una soprano que debe cumplir con las exigencias de una tesitura muy aguda, estratosférica, algo que no presenta dificultades para una cantante como Eve Brenner, con su casi ilimitada extensión. Todo atisbo de lirismo le pertenece.
Cuando el fin del trayecto parece por fin alcanzarse, y uno de los narradores anuncia que “después de la tormenta viene la calma”, en un coro celestial, aparece la amada Gala como una fuerza redentora. Primero, Dalí, la evoca gritando su nombre reiteradamente: “¡Gala, ¡Gala!, ¡Gala!…”. “Tú eres la mujer antimusical (quizá por eso apenas aparece), la mujer visible”, declama el pintor. Y justo antes de los acordes finales en los que se disuelve la música, la obra finaliza con varias exclamaciones del propio creador: “¡Viva Bellini! ¡Abajo Wagner! ¡Bravo por Dalí”… y por último, por supuesto, “¡Bravo por Gala”!
Nada en Dalí puede resultar desconcertante, ni sería por tanto lógico exigirle coherencia a su propia naturaleza voluble.Pero quizá sorprenda esa manera de desprenderse del compositor de Los maestros cantores cuando, durante todo su vida, manifestó una cierta predilección hacia Wagner.
En La edad de oro, el filme que concibió junto a Buñuel, suena obsesiva la Muerte por amor. Y poco antes del estadillo de la Segunda Gran Guerra, se propuso crear el libreto y la escenografía para un ballet con coreografía de Massine, el director de los Ballets Rusos de Montecarlo (en el que también debía colaborar Coco Chanel, con el vestuario). El conflicto dio al traste con el estreno parisino de Bacanal, que, en cambio, sí pudo ver la luz en en el Metropolitan de Nueva York, en 1939. Dalí concibió una magnífica pintura para la escenografía inspirada en Tristán e Isolda.
Être Dieu nunca ha llegado a estrenarse como ópera, y la grabación tuvo que esperar a ver la luz una década (se puede escuchar íntegra en YouTube, una interesante experiencia). El registro se publicó en 1985, en una edición inicial de 500 ejemplares al precio de 100.000 pesetas de entonces cada uno, una cantidad nada desdeñable que desanimó un poco a los posibles compradores.
No llegó a agotarse inmediatamente y hoy los discos se pueden adquirir en varios portales de Internet. Aunque es cierto que los tres cedés (o lp’s) incluían varias litografías del artista, que además se hizo expresamente un retrato para adornar la carátula. El cuadro original apareció pocos años después en EE UU. La policía se lo incautó a una banda de narcotraficantes durante una redada. Puro Dalí.
En 2005, un millonario serbio propició que se ofreciera una parcial puesta en escena de la obra, con algunos recortes, en Figueres. Se contrató a 250 bailarines y la soprano que aparecía en el disco. Llongueras, el peluquero amigo de Dalí, se encargó de los peinados. Después, la obra debía girar por varias ciudades. Nada más se supo.
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