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Por Publicado el: 08/12/2006Categorías: Crítica

Inauguración de la Scala: el triunfo del lujo sobre Verdi

Inauguración Temporada de la Scala
El triunfo del lujo sobre Verdi
“Aida” de Verdi. V.Urmana, R. Alagna, O. Anastassov, I. Komlosi, C. Guelfi, M. Spotti, A. Ceron, S. Kyung Rim. Orchestra e Coro del Teatro alla Scala di Milano. R. Chailly, director. F. Zeffirelli, estenografía y dirección de escena. M. Millenotti, vestuario. V. Vassiliev, coreografía. Teatro alla Scala. Milán, 7 de diciembre.
Los tiempos han cambiado mucho en las inauguraciones de la Scala desde que Zeffirelli realizara su primera “Aida” en 1963 y lo de menos es que entonces casi todo el escenario estuviese pintado y ahora construido, porque lo de menos actualmente es aquello que pasa sobre el escenario o en el foso, ya que lo que importa es cuanto sucede en la sala e incluso fuera del propio teatro. La Scala, que lamentablemente ha dejado de ser la referencia lírica mundial, se parece o se quiere parecer cada vez más al Metropolitan y este día de San Ambrosio así lo ha demostrado. Páginas y páginas en diarios y revistas desplegaron las magnificencias –ni siquiera presuntas- del espectáculo por llegar. Lo mismo hizo el Met con su “Butterfly”, cuyo vestuario decoraba las vitrinas de la calle de los grandes almacenes Saks. Tanta es la presión mediática que, cuando llega el espectáculo y es cuando hay que valorarlo, hacer una crítica negativa es como ir contracorriente.
Puesto que lo importante es lo que sucede fuera de la escena es por donde obligatoriamente ha de empezarse. La lista de personalidades presentes es infinita: Prodi, Merkel, Papoulias e la alcaldesa de Milán con un impresionante vestido negro de Armani, entre los políticos; Everett, Ardany o Marini, entre los del cine; grandes empresarios, un Barenboim pendiente de su próxima apertura con “Tristán”… en fin desde Luis Figo al hijo de Gaddafi, quien reconoció desconocer la ópera. Las entradas de algo más de dos mil euros se acabaron vendiendo a cinco mil. ¿A quién le pueden extrañar las reacciones de este público, como el de las primeras del Real pero a lo bestia? Se trata de ver y dejarse ver a costa de lo que haya que ver, pero en este caso además contemplaban un espectáculo grandioso y con una música cuyo trompeterío le sonaba a más de uno al anuncio del nuevo producto que acababa de lanzar su empresa. Dinero llegado fácil y gastado con la misma facilidad. Algunos de los asistentes acabaran saliendo en operaciones “Malayas” a la italiana, que abundan. Hay españoles realmente aficionados, con fortunas similares pero ganadas a pulso, que viajan constantemente por el mundo buscando las mejores ofertas líricas, a quienes no se les ocurriría estar en San Ambrosio en la Scala a costa de pagar diez mil euros por dos entradas.
Había otros públicos: los que acudieron a las pantallas gigantes de la Galería Galleria Vittorio Emanuele, al Teatro dal Verme –donde asistió la madre de Berlusconi- al Teatro Ponchielli de Cremona o al Pedretti de Sondrio. ¿A qué vienen? les preguntaban los periodistas. “A ver a los ricos”, contestaban los congregados frente a la Scala, algunos con carteles acusando a Prodi de dilapidar el dinero en tales fastos –Lissner se ha cuidado muy bien de desvelar el costo de esta “Aida”- cuando en la Scala hay cuatrocientos trabajadores en precario. Y es que la fiesta hasta incluía una cena para setecientos invitados en el Palacio Real, decorado con motivos egipcios. Si esta forma de entender la ópera genera rechazo y la aleja del gran público o la dota de glamour e interés es algo sobre lo que la sociología habría de opinar.
Pero incluso las reacciones de este público pueden ser significativas y en este caso resultan claves la duración de sus entusiasmos y, sobre todo, sus silencios. Cuando el final de una “Tosca” en Munich logra cuarenta y cinco minutos de vítores es porque ha entusiasmado. Cuando este público de la Scala premia con trece es porque el entusiasmo es, como decía Fernández Cid, bastante descriptible. Pero cuando termina el dúo del tercer acto entre Aida y Amonasro, una de las cimas de la obra por su intensidad, y no brota un solo aplauso es que algo grave ha sucedido. El barítono Carlo Guelfi –Amonasro- lo quería explicar “es que no conocen la ópera”. Pecado que un milanés pueda no conocer “Aida”, pero lo que de verdad ha sucedido es que no les ha llegado al corazón. Lógico cuando se canta tan insulsamente el papel como lo había hecho Guelfi. Ildiko Komlosi fue una Amneris más soprano que contralto, con lo que se perdieron contrastes en la rivalidad entre esclava e hija del faraón, ya que ésta era la mezzo alzada a soprano Violeta Urmana, correcta que no entusiasmante. Lo resolvió mejor Maazel en 1985 cuando tuvo a Maria Chiara y la desaparecida Ghena Dimitrova. Roberto Alagna encarnó a Radamés con aún mayores dificultades de las que tuvo Carreras, del que se dijo que era “Nemorino en Tebas”. El papel requiere más metal vocal y, por estar pendiente de los difíciles pasajes heroicos, dejó pasar los más líricos sin lucirse. En “Cesleste Aida”, terrible aria para un tenor que acaba de aparecer en escena, abrió la voz en todas las terminaciones de frase y no introdujo poesía alguna. Se cantó una versión final mixta: “si bemol” no en piano pero con el “vicino al sol” retomado. Menos mal que estaba el coro, espléndido, para compensar la ausencia de gancho vocal solista y que Chailly le puso personalidad y viveza a la dirección musical.
Pero la estrella de la velada era –por supuesto no Verdi- Franco Zeffirelli. A sus ochenta y tres años declara que “avanza con los tiempos” al igual que la hacían Verdi o Puccini, esto es, siguiendo una línea personal. Esta “Aida”, llena de dorados, blancos y azules, es grandiosa en decorados, pero no en ideas. El nuevo escenario del teatro parece pequeño y hasta la marcha triunfal queda empobrecida por el mal manejo de los espacios. ¡Cómo se añoraba la impresionante cantera de efigies del Ronconi de 1985! El ballet previo al enfrentamiento de las damas, pobre y anticuado coreográficamente, se desarrolla rodeado torpemente de telas blancas colgadas. Por allí no había pasado el tiempo. Mejor visualmente el azulado acto del Nilo y aceptable la gran escena de Amneris, arrojándose sobre la lápida que se cierra para enterrar a su amado Radamés. Mal, por fuera de lugar, los excesos de personal en la escena final, con bailarinas y cuatro dioses Orus volando y distrayendo la soledad de Amneris en su canto de “Pace, pace…”
Lissner ha demostrado que sabe como derrocar el poco dinero que posee la lírica en Italia. Sinceramente, la “Aida” de Hugo de Ana del Teatro Real –por cierto tan enterrada en los almacenes como Aida y Radamés- tenía mayor interés a pesar de caer en el mismo problema: el miedo a afrontar que Verdi escribió en “Aida” una ópera intimista salvo en la Marcha triunfal. Gonzalo Alonso

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