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Por Publicado el: 08/11/2017Categorías: En vivo

Orquesta de València: ¡misterios de la vida!

Orquesta de València: ¡misterios de la vida!

Orquesta de València. Solista: Measha Brueggergosman (soprano). Director: Yaron Traub. Pro­gra­ma: Obras de Strauss (Cuatro últimos Lieder) y Elgar (Sinfonía número 2, en Mi bemol mayor, opus 63). Lugar: Palau de la Música. Entra­da: Alre­de­dor de 1500 perso­nas. Fe­cha: Viernes, 3 noviembre 2017.

¡Vaya usted a saber! Difícil es imaginar las extrañas razones por las que una soprano tan inadecuada para cantar los prodigiosos Cuatro últimos Lieder de Richard Strauss lo ha hecho en València, nada menos que en el Palau de la Música y junto a la Orquesta de València, dirigida por su antiguo titular Yaron Traub (1964), que el viernes protagonizó un concierto verdaderamente soporífero y desechable. La cantante en cuestión era la canadiense Measha Brueggergosman (1977), poseedora de una voz a todas luces imposibilitada para dar vida digna al milagro straussiano.

Una cima como los Cuatro últimos Lieder no admite la mediocridad. La  Brueggergosman puso empeño, gusto y sentido expresivo, pero su voz temblorosa, mermada, avibratada, estridente en los agudos y sorda en los registros grave y medio la sitúan en las antípodas de las altas exigencias vocales que requieren cada una de las cuatro canciones que integran el portentoso ciclo. Nada ayudó el romo acompañamiento dispensado por Traub, que pasó de puntillas por la magistral orquestación y en absoluto atemperó la orquesta ante las frágiles circunstancias vocales de la solista. Fue una versión de apaño, que ni llegó al aliño. Impropia para una obra maestra como la que tenían en los atriles. El público, los intérpretes y la música propia merecen un tratamiento más cuidadoso y atento. Las intervenciones notables de la concertino Anabel García del Castillo o del trompa solista Santiago Pla no bastaron para rescatar de la mediocridad tan naufragada interpretación.

La brocha gorda también marcó la segunda parte del programa, toda ella integrada por la plúmbea e interminable Segunda sinfonía de Elgar. Peliagudo es encontrar el “enorme valor” del que hablan las entusiastas notas al programa de mano en una obra cuyo mayor mérito es el regustillo que provoca en el oyente pensar que cada vez queda menos para el final. Si sir Edward Elgar hubiera nacido en Hellín o Valdepeñas en lugar de en la influyente Inglaterra victoriana, su Segunda sinfonía se escucharía aún menos que la Sinfonía Murciana del valenciano Manuel Palau.

Yaron Traub, que dirigió la sinfonía de memoria -¡ya tiene mérito memorizar semejante mamotreto!- se despreocupó de entrar en detalles y la recorrió de arriba abajo, sin detenerse en elucubraciones o en ocultos preciosismos. La orquesta sonó así desajustada, atropellada y desabrida, a años luz del formidable conjunto sinfónico que sólo siete días antes había materializado en el mismo escenario una inolvidable Quinta de Shostakóvich bajo la dirección de Pinchas Steinberg. El público aplaudió con inesperado entusiasmo al final del tostón y hasta se escucharon algunos bravos. ¡Misterios de la vida! Justo Romero

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