Historias musicales: Albéniz, 165 años del genio que transformó Iberia
Historias musicales: Albéniz, 165 años del genio que transformó Iberia
Hace unos días se cumplieron 165 años del nacimiento de Isaac Albéniz, el compositor que supo unir tradición y modernidad para ofrecerle al mundo una visión universal de la música española.

Albéniz, el genial creador de Iberia
Con Albéniz, la música española ocupó en el mundo el lugar privilegiado que nunca había vuelto a disfrutar prácticamente desde el Siglo de Oro. El fruto de la intuición, el talento, el conocimiento y los viajes fraguaron en el compositor catalán una personalidad única que, a partir del estudio y validación de lo local, se inserta de la manera más natural en las principales corrientes de su época hasta conferirle a sus finas creaciones el sello de lo universal y eterno.
Fue sobre todo pianista, sí. Uno de los más grandes y reconocidos de su tiempo. Quizá por ello, a pesar del interés que posee su teatro lírico (él prefería Pepita Jiménez, pero la ambiciosa Merlín, de neta inspiración wagneriana, merecería ocupar un lugar más destacado en las programaciones), las canciones (un puñado) y alguna de sus obras sinfónicas (Catalonia, entre las primeras y más originales), el legado supremo se condensa entre los cuatro indispensables cuadernos de su prodigiosa Iberia.
Ante el deleitoso festín de ambrosías que prometen sus doce números pianísticos, los más inspirados cultivadores del teclado se prosternan reverentes: encerrarse con ellos supone un reto similar al de hacerlo con seis astados de la más brava ganadería, o ganar el Tour de Francia como era costumbre antes, a puro pelo.
El esfuerzo no es menor pero el resultado puede depararle al corajudo que se atreva (Rubinstein solía decir que con las notas que se dejaba por el camino al abordarla podía componerse otra Iberia) un sentimiento de plenitud, parecido al de someterse a otros ritos de paso como el enigma de las Variaciones Goldberg de Bach (mucho más asequibles desde un punto de vista meramente técnico) o las últimas sonatas de Beethoven, donde el alemán parece caminar entre sombras en busca de no se sabe qué cosa: quién podría descifrarlo.
En cambio, la luz siempre presente de Albéniz, que es la de su amado país, el mismo cuyas calles recorrió de una punta a la otra desde niño, parece disipar cualquier asomo de duda. Aunque en algunos momentos parezca vencerle una melancolía que rara vez se muestra austera, hasta en esos instantes de leve inquietud, de fondo, se percibe, en lontananza, el rumor bullicioso de las manifestaciones más populares, el trasiego de verbenas y épicas faenas, los cánticos que se extienden hasta el alba, primero como requiebro y ya más tarde envueltos en ásperas cavilaciones de urgentes pesares o carencias, sin ceder jamás la emoción más honda, la clase, el arte sustancial.
El padre de Albéniz, un funcionario de la época con ciertas aspiraciones artísticas, había intentado perseguir con sus hijos el sueño realizado de Leopold Mozart. Pero estos experimentos de más que dudoso éxito casi siempre dejan un rastro de funestas consecuencias, desvíos, cicatrices y hasta alguna tragedia. Una de sus niñas se pegó un tiro en el Retiro, antes de cumplir los veinte años, cuando la rechazaron para un importante papel zarzuelero. E Isaac, nacido en Camprodón (Gerona), el 29 de mayo de 1860, se convirtió en una suerte de saltimbanqui o pícaro que se escapaba de su familia para subirse en trenes, o barcos, y explorar el mundo: primero lo de casa, y luego ya, el resto.
Financiaba sus aventureras expediciones con los recitales que había comenzado a dar a los cuatro años, aunque entonces los escépticos barceloneses no le creyeron: se llegó a publicar que aquel mocoso solo movía los dedos, y que detrás del escenario se hallaba un auténtico pianista. Un invento. Luego superó el examen de ingreso al Conservatorio de París, pero en el último minuto la típica impulsividad infantil le jugó una mala pasada. Mientras aguardaba el veredicto favorable, se puso a jugar a la pelota y rompió una cristalera de la venerable institución. Tenía talento más que sobrado, le confirmaron, pero no modales (¿qué esperaban con seis años?). Aquel “salvaje” merecía volverse a su casa.
Pero el hogar madrileño se le quedaría angosto, y Albéniz comenzó pronto a rodar de un lado a otro, a menudo sin permiso paterno. Sus notas de aquellos tiempos, y otros posteriores, reunidas en valioso texto, Impresiones y diarios de viaje, muestran al joven pianista obsesionado con el dinero, las mujeres (en Praga encontraba que “hasta las viejas son bonitas”) y, quizá en menor medida, la música.
Para este intérprete y creador, el universo sonoro constituía, sobre todo, un medio, sin desdeñar los placeres que las creaciones de otros podían aportarle. Apreciaba el contacto con los mejores entre sus contemporáneos, Wagner mayormente. Después de asistir a la última jornada del Anillo, escribió: “Decididamente hay que clasificar la música en dos clases: la que es obra del espíritu y la fecal”. La primera sería la del autor de El holandés errante, la otra pertenecería a los músicos, entre los que él mismo se incluye, “que hacen música, como hacen la digestión”.
En algunas de sus entrevistas, el genial Fernando Fernán-Gómez solía asegurar que a él lo de actuar o dirigir le importaba poco o nada, en realidad hubiese preferido ser millonario para no tener que trabajar. Albéniz pensaba lo mismo: por eso procuró, siempre, hallar alternativas que le alejaran de los frecuentes viajes (que tanto contribuyeron a ampliar sus horizontes artísticos, pero que le dañaban su estómago) como del piano. (La labor del intérprete puede convertirse en una terrible esclavitud, sobre todo si el verdadero genio se asume con la debida responsabilidad, como en el caso que nos ocupa).
Intentó reinventarse como empresario teatral, hasta dirigir una compañía de zarzuela que finalmente quebró. Sus pinitos en la bolsa resultaron igual de nefastos. Así que su vida quedó encadenada al piano, como intérprete, y, otra posible salida, la composición. Escribir le proporcionó algunas ayudas inesperadas, como las pensiones que en España obtuvo del conde de Morphy y, más adelante, por obra de su amigo, el escritor Money-Coutts, hijo de un banquero, autor de los libretos de sus principales óperas.
A pesar de los contratiempos que su incontenible gusto por el lujo le acarrearon, Albéniz se mostró siempre como un temperamento alegre, afable y generoso. Y como su ocasional maestro, Listz, tuvo un decisivo encuentro con la Fe que finalmente no le llevó a tomar los hábitos, como alguna vez llegó a pensar. El matrimonio le sentó bien, aportándole madurez y la tranquilidad para afrontar sus mejores años creativos. Pese a ello, y a su inveterado donjuanismo, la idea que se había forjado de las féminas no resultaba muy positiva:
“La mujer es embustera per se y desde que deja el materno claustro (…) su sinceridad será siempre el más espléndido espécimen de grosera crueldad, y la más incontrovertible prueba de que cada mujer es un ente solitario lleno de inconsciente odio por cuanto le rodea y absolutamente convencido de su omnipotente superioridad. ¿Qué hay excepciones? Naturalmente… mi mujer y pare usted de contar”, llegó a escribir.
Mejor no seguir por ahí… o habrá quien rápidamente se saque de la chistera un proceso de cancelación que nos deje sin la posibilidad de volver a asomarnos a las delicias de su Iberia (cuando aparezca otro intérprete a la altura de Esteban Sánchez), como si una cosa tuviera algo que ver con la otra. Las contradicciones forman parte intrínseca de todos los espíritus humanos, incluso de los mejores y más puros.
Por eso, Albéniz, que tan bien conocía a su país (“en todas partes he visto las tradiciones nacionales respetadas y en lo posible puestas en acción menos en España”, anotó ya en 1880, nada menos), supo elevarse sobre sus más comunes observaciones para ofrecerle al mundo una España quizá ideal, trascendida gracias a la infinita belleza de una música en la cual, a través de un lenguaje nuevo, puesto al día, original pero nunca opaco, poetiza y ennoblece las esencias del carácter propiamente hispano sin renunciar a sus orígenes plebeyos.
Publicado en “El Debate”
https://www.youtube.com/watch?v=z6a1PtBWajI&list=PLpeXz01Lx093hh7Fk_DZn_RUqExApuVAL
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