Historias musicales: ‘Carmen’ y Ravel, casi siameses
Historias musicales: Carmen y Ravel, casi siameses
En la misma semana en la que vino al mundo Maurice Ravel, se produjo el estreno de la ópera Carmen, de otro compositor francés, Georges Bizet. El mundo entero conmemora estos días, a través de distintas manifestaciones (exposiciones, conciertos, montajes líricos, …), por separado, los primeros 150 años de tan afortunada coincidencia.

Maurice Ravel
Cuatro días separan el estreno de Carmen, la más popular de las óperas francesas, del nacimiento de Maurice Ravel, en Ciboure, próximo a san Juan de Luz. Sucedió hace 150 años, y tanto la obra de Bizet como las creaciones de su compatriota galo, fundamentalmente una, su celebérrimo Bolero, no es solo que mantengan el tipo, exhiben una extraordinaria vitalidad capaz de procurarles aún nuevos adeptos más allá del tiempo.
En las programaciones de los teatros y orquestas diseminados por todo el mundo, no hay día en el que no se interpreten el drama de la gitana ni la pieza que, en principio, se concibió para ser danzada hasta casi adquirir, de inmediato, legítimo vuelo propio como obra de lucimiento sinfónico (no siempre, recuérdese el descalabro de la Filarmónica de Viena con esta página en un concierto madrileño, de no muy feliz recuerdo).
Ravel admiraba a Bizet y sentía una particular devoción por su Carmen, quizá porque casi nacieron juntos. Pero fuera de la coincidencia en las fechas, seguramente algo más íntimo y estrecho unía a ambos autores. Los dos fueron ignorados en buena medida, cuando no cosas peores, por los académicos franceses de su tiempo, esa vacua oficialidad cómodamente instalada en conservatorios y despachos donde se disponen encargos y honores, casi siempre destinados a cultivar mediocres egos efímeros, lealtades políticas o de la sangre, pagos de servicios y favores varios.

Maurice Ravel, en Málaga
Bizet se murió sin asistir a su consagración definitiva, el éxito mundial de Carmen que, el día de su estreno en la Opera Comique parisina, pasó sin pena ni gloria. Cierto, no fue el fiasco tantas veces reseñado pero tampoco lo que se dice un triunfo. Y su creador no se recuperó del disgusto. Ravel, aunque murió aún joven (con 62 años), pudo disfrutar de grandes reconocimientos sobre todo en el extranjero: su gira norteamericana, por ejemplo, resultó todo un acontecimiento.
Douglas Fairbanks, Chaplin y Gershwin le rindieron honores seguramente más apetecibles que una medalla. Al autor de la Rhaposdy in Blue, por ejemplo, le pidió que le tocara varias veces, solo para él, uno de sus mayores éxitos, la inmortal The man I Love, como sugiere Jean Echenoz en su delicioso retrato novelesco del músico francés (Ravel, Anagrama). Y el compositor norteamericano, de manera recíproca, le solicitó que le diera unas clases, en este caso sin éxito (“perdería su espontaneidad melódica solo por convertirse en una mala copia de Ravel”, se disculpó).
En casa, por contra, los burócratas de las cátedras le ponían reparos hasta que se dieron cuenta de que hacían el ridículo. Pero ya era demasiado tarde. Cuando le concedieron la Legión de Honor, Ravel se permitió rechazarla. Y en cambio, viajó gustoso hasta Inglaterra para recibir allí un Honoris Causa. Ni Bizet ni su colega, al que no llegaría a conocer, eran lo que se dice unos revolucionarios, pero ambos solían ir por libre sin aceptar imposiciones ni dictados, aún cuando ninguno, jamás, traicionase a sus orígenes.
En Carmen, que algunos desdeñaron neciamente por “wagneriana”, palpita el eco de la Grand Opera aunque convenientemente trasladado al ámbito local, menos pomposo, de la Ópera cómica, tan francesa. Del mismo modo que en Dafnis y Cloe, el ballet de Ravel, luego convertido en suite sinfónica, se aprecian influencias de la Ópera ballet, una aportación al drama lírico genuinamente gala, lo que supo ver muy bien el bailarín ruso Serge Lifar, cautivado por la unión entre danza y coro, como antes ya habían propuesto los pioneros Lully y Rameau (del que estos días se ha ofrecido Las indias galantes, en el Teatro Real).
“Bizet es un artista que va con su tiempo, pero que arde en auténtica emoción”, dijo sobre Carmen uno de sus primeros descubridores, Chaicovski. Y esta frase del compositor francés: “Sin forma no hay estilo y sin estilo no hay arte”, compendio de su propio credo creativo, le cuadraría también perfectamente a su compatriota, Ravel, que antepuso el orden, el equilibrio, la buena caligrafía, sobre cualquier otra cosa, aunque sin renunciar jamás ni a la inspiración ni al sentimiento. “La música, como yo la siento, debe ser emocional primero e intelectual después”, dijo una vez.
Su supuesta frialdad no es más que un mito en parte cultivado por el particular aprecio hacia todo lo mecánico, incluidas las fábricas, y ese dandismo obsesivo que le llevó a viajar, en alguna ocasión, bien provisto con veinticinco pijamas y sesenta camisas. Sin dudarlo, Ravel hubiese preferido llegar a ser considerado, algún día, como un Bello Brummel antes que uno de los grandes compositores (también fue un notable diseñador, como puede apreciarse en la reciente exposición que le ha dedicado la Philarmonie de París, donde curiosamente se muestran un par de sillas de su particular invención y algunos juguetes).
Ninguno de los dos quebró molde alguno. Pero sin elevarse en exceso sobre las sombras de sus ancestros, ni perder de vista a su clientela (el público), supieron ambos desbrozar terrenos oportunos para otras novedosas andaduras. Si en la obra maestra de Bizet se asoma ya el verismo, bajo el flexible influjo de las normas, Ravel se anticipa al porvenir por su imaginación y el conocimiento cabal de la infinita gama de colores y combinaciones que proporciona la orquesta moderna con todo su esplendor de sonoridades. Era un alquimista sutil y refinado, en algunos momentos también salvaje, como se aprecia en su poderosa orquestación de Los cuadros de una exposición de Mussorgsky.
España proporcionaría, además, pertinentes argumentos para ese hilo invisible capaz de unir a quien ya exhibía sólidas raíces (la madre de Ravel era de origen vasco) con otro que tuvo que recurrir a músicas de este país para darle algo de color ibérico a su máxima creación. En la célebre habanera de la gitana, que ha conocido millares de versiones, desgajada su fama de la propia ópera, Bizet recurriría a una canción de Sebastián Iradier, del mismo modo que para otros momentos musicales se inspiró en una tonadilla de Manuel García, y tuvo como significativa referencia el Estudio sobre la música de España de Gevaert.
Ravel compuso su pieza más exitosa (hasta 1995 fue la que más dinero recaudó en la historia de la Sociedad de Autores franceses) sobre el bolero, una típica danza española de ritmo ternario. En su caso, la huella hispana en su quehacer fue perenne.
Se halla muy presente, sin ir más lejos, desde la temprana Alborada del gracioso, en la que su amigo Falla creyó ver un posible modelo para los propios músicos españoles, o la Pavana para una infanta difunta (al menos en lo que se refiere al título) hasta las canciones del Quijote y esa encantadora miniatura que es la ópera La hora española (en Londres, tuvieron el acierto de reunirla, hace un tiempo, en un doble programa con el Gianni Schichi de Puccini, como ahora se han encargado de repetir en Valencia, estos días).
Hay quien ha llegado a sugerir que, en su amor por Carmen, cuando Ida Rubinstein le hizo el encargo del Bolero para un espectáculo coreográfico, Ravel quiso que, como parte de la escenografía, se viese, al menos, la fachada de una fábrica de tabacos. Pero para otros, ese deseo surgió más bien de la comprobada obsesión que el compositor tenía por la manufactura (Stravinski decía de él que era el más perfecto de todos los relojeros suizos). Posiblemente fuesen ambas las razones, pero la empresaria Rubinstein no atendería a ninguna. El decorado finalmente elegido fue una taberna (¿la de Lillas Pastià?).

Carmen, la ópera de Bizet, cumple 150 años en 2025
De cualquier modo, el estreno de esta pieza (al que asistió el gran Alejo Carpentier) no debió ir tan mal para tratarse de “una pieza para orquesta sin música”, como modestamente se refería a ella su propio creador. El autor de El siglo de las luces dejó bien anotado, sobre ese momento, el 22 de noviembre de 1928, lo siguiente:
“Empleando un sistema musical muy análogo al que rige, primitivamente, nuestras rumbas y sones tropicales, logra poner a sus oyentes en una especie de estado de trance”…
Que se lo pregunten al personaje que Dudley Moore encarnaba en aquella famosa película de Blake Edwards, 10, donde, en plena crisis de los cuarenta, este hombre se muestra obsesionado con hacerle el amor, a toda costa, nada menos que a Bo Derek en su apogeo, mientras de fondo suena y resuena la música raveliana.
“Huelga decir que una ovación enorme coronó la revelación de esta obra extraordinaria”, prosigue la crónica del antillano Carpentier. Y así hasta hoy. Lo mismo ocurre cuando se programa Carmen, que no hay director de escena capaz de cargársela, por más que se afanen: incluso sin un gran reparto, la música siempre se las ingenia para asegurar el triunfo.
La aclamada versión de Carlos Saura y Antonio Gades, que dio lugar, en los 80, a aquel otro filme homónimo, acogido con auténtico furor en París (donde se puso durante meses seguidos), y candidato al Oscar, regresa estos días a un teatro de la Gran Vía madrileña. Otra ocasión para el reencuentro, como la que brinda, también, el Teatro de la Maestranza sevillano, aunque (lástima) sin contar ya con la inicialmente anunciada Elīna Garanča en el rol titular.
https://www.youtube.com/watch?v=OKivs4oqco0
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