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Las críticas en prensa a Carmen en el Real
Anja-HarterosNetrebko frente a Harteros
Por Publicado el: 14/09/2017Categorías: Diálogos de besugos

Las críticas a «Lucio Silla» en la prensa en papel

Lucio Silla

Una vez más podrán, gracias a estas líneas, hacerse una idea casi completa de lo que es este «Lucio Silla» que abre una temporada de celebraciones en el Teatro Real. Una obra lejos de la perfección, bien resuelta musical y escénicamente, con un reparto homogéneo capaz de salir airoso de las dificultades de la escritura, pero que provocó la salida de bastante público en el descanso, tras las dos horas de la primera parte. El coro convenció menos que otras veces y los grandes triunfadores fueron Petibón, Kalna, Tro Santafé y Bolton… y la regia de Claus Guth.

EL PAÍS, 14/07/2017

El Mozart adolescente, en serio

El 18 de diciembre de 1772, Leopold Mozart escribió a su mujer desde Milán, informándole de que al día siguiente empezarían los ensayos con orquesta de Lucio Silla, la ópera que estaba componiendo su hijo por encargo del Teatro Regio Ducal. El nuevo tenor que habría de cantar el papel protagonista (un mediocre e inexperto sustituto de última hora) había llegado el día anterior y “Wolfgang ha compuesto hoy dos arias para él y aún tiene que escribir otras dos. […] Te escribo a las once de la noche y Wolfgang acaba de terminar la segunda aria para el tenor”. Todo debía hacerse contra reloj, pues “el sábado 26, el día en que recibirás esta carta, tendremos el estreno de la ópera”. Quizá nada más acabar esa aria, Wolfgang redactó en una tercera cuartilla una breve y cariñosísima nota para su adorada Nannerl (hasta ocho veces escribe, casi como un mantra, “Mi querida hermana”), de la que se despide llamándola “mi pulmoncito”, “mi hígado” y “mi estómago”, al tiempo que le obligaba a girar el papel una y otra vez 180 grados para poder leer su contenido, ya que esto es exactamente lo que él hizo sobre la mesa al invertir la orientación de la escritura en líneas alternas. Una broma, una chiquillada que contrasta con una caligrafía impropia de un chaval de 16 años que estaba componiendo, además, de tú a tú con el encumbrado género, nada menos que una opera seria.
Perfectamente al tanto de sus convenciones, Mozart se explaya en largos recitativos y no menos generosas arias, muchas de una dificultad inclemente, con una escritura solista a menudo de cariz más instrumental que vocal: una rendija por la que asoma la lógica bisoñez del compositor. Pero Bolton desde el clave y Guth desde el escenario se encargan no solo de disimular las carencias, sino de engrandecer las virtudes del material que tienen ante ellos. El británico, con una dirección cuidadísima, ágil, atenta a la articulación, al equilibrio entre cuerda y viento, a convertir los recitativos ‒por lo general muy lentos y comandados por él mismo desde el clave‒ en diálogos casi paladeados entre los personajes o incluso, en un caso concreto del segundo acto, en un monólogo declamado por Cecilio sin instrumentos, entronizando así la importancia del texto. En el otro extremo, las arias de Lucio Silla, donde el tenor comparte protagonismo con una orquesta aún más hiperactiva si cabe, quizá para contrarrestar la parquedad de su escritura vocal.

Guth, por su parte, compensa esta desventaja (Mozart escribió estas arias in extremis para un cantante de tres al cuarto) llenando de contenido su actuación, dibujando un personaje inseguro, caprichoso, dubitativo, débil, bebedor, poco fiable, imprevisible, que ni siquiera despierta confianza o simpatías entre los suyos o entre el público al final de la ópera, cuando hace gala por primera vez de su munificencia. El lieto fine acaba no siendo tal, en consonancia con una escenografía oscura y grisácea como de catacumba, búnker de hormigón, mazmorra de proscritos o un Hades poblado de sombras proyectadas sobre paredes rectas y curvas en una plataforma giratoria que presagia lo que, desde presupuestos diferentes y madurez todavía mayor, haría luego Guth en Parsifal y Rodelinda, ambas reciente y justamente aplaudidas en el Teatro Real. El alemán convierte una partitura juvenil en una ópera adulta, muy adulta, y hace de la necesidad virtud al aprovechar la extrema longitud de las arias para construir escenas teatrales casi autónomas, cerradas sobre sí mismas, que presagian, recuerdan o glosan otras precedentes o ulteriores gracias a la presencia de otros personajes.

Las arias cortadas (de Cecilio, Giunia y Celia, en este orden) se reparten equitativamente y, como los recitativos severamente podados, no afectan en nada a la arquitectura dramatúrgica ideada por Guth, pródiga en detalles de genio teatral y sensibilidad musical, como cuando las manos de Giunia y Cecilio se unen al comienzo mismo de un recitativo acompañado del segundo, “Ah se a morir mi chiama”, remedando así lo que habían hecho ambos en el dúo final del primer acto: las manos que se tocan son un elemento recurrente en la producción. Otro destello de genio llega cuando Giunia, en un pasaje improvisado en plena cadencia en su aria del segundo acto, emite un sobreagudo que es casi un grito de horror ante la presencia inesperada de Lucio Silla: la música al servicio de la escena, y viceversa.

El sexteto de solistas ‒dos sopranos, dos mezzos y dos tenores: una extraña combinación‒ cantan y actúan admirablemente, pero el nivel más alto lo marcan Patricia Petibon y Silvia Tro. La francesa domina el lenguaje corporal, su coloratura es mucho más que cascadas de notas y construye detalle a detalle, sutileza a sutileza, su personaje. La española es una cantante valiente, aguerrida, y su aria del segundo acto reveló a una operista de enorme categoría. Algo por debajo, aunque a un nivel muy alto, la actuación vocal y escénica de María José Moreno e Inga Kalna. Kurt Streit es un espléndido actor (un requisito imprescindible en la concepción de Guth) y un buen cantante, aunque ya con la voz algo gastada. Sorprendentemente decepcionante la actuación del coro, que solo remontó el vuelo en su intervención final desde los palcos de proscenio.

El 26 de diciembre de 1772, Leopold volvió a escribir a su mujer, “dos o tres horas” antes del supuesto estreno de la ópera. Sin embargo, el 2 de enero le contó que su inicio acabó demorándose hasta tres horas por un capricho del duque de Milán, por lo que la ópera “no terminó hasta las dos de la mañana”. Critica también al tenor protagonista por las risas que suscitaron en el público sus exageraciones escénicas: Lucio Silla no es una obra para reírse. La única sonrisa ‒sardónica, casi una cruel mueca congelada‒ llega en la adusta producción de Guth en el ultimísimo compás, cuando el dictador romano asoma por sorpresa como un breve y perturbador fogonazo, recuperada de nuevo la toga que acababa de desechar, sobre las dos atribuladas parejas de amantes. Y es que una ópera de Mozart, aun escrita por un adolescente audaz, bromista y desinhibido, es siempre un asunto muy serio. Luis Gago

ABC, 14/09/2017

La conjura de los justos
…En el largo rodaje de este «Lucio Silla» caben las representaciones en el Liceo de Barcelona, hará cuatro años, con un reparto vocal que prácticamente llega ahora íntegro en Madrid como primero de los dos previstos. Patricia Petibon incluso participó en el estreno de la producción, lo cual acrecienta la sabiduría de la sufriente Giunia, en el arranque casi histriónica, luego portentosa en el manejo de los silencios y de la tensión dramática final. Petibon liberó ayer a la obra del encorsetamiento musical al que parecía abocada y contra el que ya había tratado de rebelarse Silvia Tro Santafé con «Il tenero momento». Su actuación, brava y sólida tiene mucho interés en tanto da sentido a Cecilio y se imbrica con un reparto sutilmente caracterizado y vocalmente muy respetable. Kurt Streit con la voz presente y el timbre afilado bien puede asemejarse el atormentado Silla, del mismo modo que María José Moreno encarna estupendamente a la más romántica y enamoradiza Celia, ayer todavía un punto mecánica aunque siempre con encanto. Menos regular, Inga Kalna encarnó a Cinna y Kennteh Tarver canta el breve pero no menos complicado papel de Aufidio.

Ivor Bolton tardó en encontrar la respiración adecuada pero su dirección fue poco a poco haciéndose más suelta y entusiasta… …Es el impulso que necesita la escenificación de Claus Guth para revalidar su fama. Haberse mantenido pujante durante tanto tiempo se debe, en buena medida, a la propuesta de un tiempo indefinido y lo abstracto de buena parte de los espacios generados por un escenario giratorio con el que se fusiona lo útil y lo simbólico… …Porque son abundantes las ocasiones en las que este «Lucio Silla», gracias a la justeza de cuantos participan, descubre que hay humanidad detrás de la máscara. A Madrid llegó tarde, pero la entrada del cónsul vuelve a ser triunfante. Alberto González Lapuente

EL MUNDO, 14/09/2017

Las cárceles del alma

Tal vez hay que esperar la aparición de Osmin, el jocoso guardián de El rapto en el serrallo, y la llegada del atribulado rey de Creta, protagonista de Idomeneo, para encontrar en las criaturas escénicas mozartianas a personajes propiamente dichos. Las figuras de esta bellísima ópera temprana son más bien receptáculos de pasiones, vicios y virtudes, que van desgranando en arias prolijas apenas sostenidos por una acción mínima. Permanece el modelo que Haendel llevó a la cumbre y Haydn levemente aligeró: la construcción de una estructura, donde el tenue relato y el drama filosófico desembocan en un apólogo moral, que aquí se resuelve recomendando el perdón, la renuncia del egoísmo y el fin de la tiranía.

En la sobresaliente producción que llega al Teatro Real, tras el Liceo barcelonés y el Theater an der Wien, el director de escena Claus Guth vuelve a desplegar su pericia para desentrañar meticulosamente cada fragmento musical, que el espectador recibe en una sucesión de imágenes teatrales vigorosas, fruto de una visión personal de la obra. En perfecta sintonía, la espumosa dirección musical de Ivor Bolton tiende a subrayar la turbulencia interior de los muy reconocibles arquetipos, humanizados no por la psicología sino por la virtud de la música para comunicar los más variados sentimientos.

Patrica Petibon es una majestuosa Giunia, la esposa trágica en la estirpe de Penélope y Alcestis, que parece preludiar la Leonora de Fidelio. Silvia Tro Santafé es un transido Cecilio, el marido atribulado, frente a Lucio Silla, aquí concebido más como un hombre inseguro y neurótico que como el bárbaro dictador, una composición que un agrio Kurt Streit no acaba de dominar. La pareja de Lucio y Celia, a cargo de una contundente Inga Kalna y una deliciosa María José Moreno nos enseña cómo el hombre y la mujer saben relacionarse cuando la imposición deja paso al fluir de las emociones; viven en una cárcel exterior, sin el agobio de los barrotes metafóricos que agobian a Giunia y Cecilio, hasta que el tirano Silla de repente deja de serlo para comportarse como Tito, el otro emperador romano a quien Mozart concedió similar clemencia inverosímil en su última ópera.

Un excelente arranque de temporada que el público recibió con un justo y fervoroso entusiasmo. Aunque el entreacto facilitó algunas lamentables deserciones. Alvaro del Amo

El silencio frente a la tiranía

A lo largo de casi cuatro horas, Lucio Silla ha sido un tirano como tantos otros: arbitrario, caprichoso, vengativo y cobarde. Pero, de repente, al final de la ópera, el errático dictador de la república romana descubre la redención al contemplar el verdadero amor, se retira los laureles de su cabeza, dice ser uno más y cierra la puerta al salir. Ese happy end servía en su momento de moraleja, también de cierre exultante para una partitura llena de giros y espirales hacia arriba, y, en cierta forma, como una especie de foco que ayudaba al espectador a iluminar las zonas más oscuras de este valle de lágrimas que es la vida. Sin embargo, es eso mismo lo que hace que este Lucio Silla esté tan alejado de estos tiempos en los que los tiranos perseveran en su maldad y en su huida hacia delante con sus decisiones equivocadas. Ojalá no fuera así y alguno reconociese sus errores; habrá que seguir esperando.

Éstas y otras impresiones son las que despierta la lectura escénica de Claus Guth en ésta, una de las primeras óperas de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), que el genio de Salzburgo escribió y estrenó con 16 años. Porque si cabe subrayar un mérito a esta producción que ayer inauguró la temporada 2017-2018 del Teatro Real, la que celebra los 20 años de su reapertura en 1997 y el bicentenario de su inauguración en 1818, . es el de lograr lo que logran las películas buenas: que uno no sea consciente de que hay una cámara, una pantalla y unos actores. Con este Lucio Silla, Ivor Bolton, director musical del Teatro Real y responsable de la orquesta en este espectáculo inaugural (labor alternada con la de clavecinista en los recitativos) consigue que el espectador se olvide de que esas diabluras instrumentales y vocales fueron escritas por alguien que apenas había entrado en la adolescencia. Pero, por encima de la ebullición sonora de la partitura, lo más demoledor de esta ópera son los silencios. Los que subraya Patricia Petibon en el aria Ah se il crudel periglio, al final de la primera parte, y en su intervención final. La soprano francesa, excelsa, se llevó por ello la gran ovación tras la caída del telón, más numerosas recompensas de aplausos después de cada una de sus arias.

Ella es la fuerza de la rebeldía contra la opresión en un montaje en que las voces femeninas son las que guían la historia, frente a un Lucio Silla que delega sus responsabilidades en la orquesta. Además de ella, Silvia Tro Santafé como Cecilio, Inga Kalga como Cinna y María José Moreno como Celia (estas dos últimas, con la responsabilidad añadida de llevar la parte cómica de la obra) arrinconan a Kurt Streit en el papel de déspota, quien sólo cuenta con el apoyo de otro tenor, Kenneth Tarver como su fiel Aufidio.

Es precisamente el silencio y la soledad, no la revolución y las armas, lo que acaban condenando a quien admite sin rubor: «Jamás pensé que para un hombre adornado con la gloria y la grandeza sería una tarea tan complicada la de ser perverso». Darío Prieto

LA RAZÓN, 14/09/2017

Un Mozart, borracho de gorgoritos, para una apertura bicentenaria

Si abrir temporada siempre supone un compromiso y un riesgo, más aún cuando el Real anuncia a bombo y platillo que esa temporada es «algo excepcional». Nada menos que la celebración auténtica de los veinte años de su reapertura y, algo más discutible, los doscientos de su fundación. En un patronato se aprobó por unanimidad que las inauguraciones de temporada deberían ser con una producción propia o coproducción. Personalmente jamás hubiera elegido para la ocasión el título que presenta el Teatro Real y, ni estamos ante una nueva producción ni ante una coproducción, sino ante el alquiler o compra de una de hace doce años. «Lucio Silla» no pasa de ser una obra menor en el catálogo mozartiano de 22 obras escénicas. Fue su octavo título, la tercera ópera si nos ponemos escrupulosos, escrito con tan sólo 16 años. Obviamente no estaba ni en su plenitud ni en condiciones de exigir un libreto sólido y el de Giovanni de Gamerra no reúne el menor contenido dramático por mucho que lo revisase Metastasio. El argumento se puede resumir en cuatro líneas y sus complicadas dieciocho arias responden más a un reflejo de los sentimientos de cada personaje que a un desarrollo de la acción que se guía por los recitativos. Se ha escrito que duró 6 horas, afortunadamente en el Real se ha quedado en tres y media y ya es bastante, porque la primera parte de la representación pesa. Estamos ante una borrachera de gorgoritos, de factura muy similar y en las que, de vez en cuando, se vislumbra el genio mozartiano.

Mozart quiso escuchar las voces de sus cantantes antes de terminar la partitura, pero no le fue bien porque se retrasaron sus llegadas e incluso hubo que sustituir al tenor de Silla. Permítaseme una maldad. Quizá, cabreado con ellos y como venganza, les escribió arias absolutamente inclementes, como el «Parto, m’afretto» de Giunia. La ópera nunca ha levantado el vuelo –por algo será- ni Mozart la volvió a ver, ni se programó jamás en el Real, Salzburgo la recuperó en 1975 y el Liceo la estrenó en 1987 para volverla a llevar en 2013. Es justo esta producción la que trae el Real con ese ya manido anuncio «nueva producción en el Teatro Real». ¿Qué se pretende con tal medio verdad?
Una vez dicho lo cual, he de añadir que el trabajo de Claus Guth, estrenado en Viena en 2005, puede calificarse como fuera de serie. Sigue los mismos patrones de la «Rodelinda» vista en nuestro teatro: una fea plataforma giratoria y movimientos escénicos durante las arias que buscan reproducir lo que pasa por las mentes de los personajes. Combina así la presencia del cantante de turno con las figuras y situaciones a las que se refiere su canto, logrando así una agilidad que ayuda mucho al público de nuestro tiempo, muy necesitado de acción. Respetuosa con texto y partitura, cambia el tiempo de la acción, pero el resultado hubiera sido análogo de optar por un vestuario romano, suprimiendo unos roídos asientos de avión. La buena iluminación ayuda a configurar una producción de referencia en el título.
Ivor Bolton dirige con la vivacidad, la chispa, que precisa la partitura. La orquesta rinde al máximo, al igual que el coro, un punto estridente. El reparto del Real es prácticamente el mismo que el del Liceo hace cuatro años. Quizá porque el tenor con el que Mozart contó para Sila dejaba bastante que desear, no le concedió el protagonismo principal, pero Kurt Streit le saca todo su partido, tanto vocal como escénicamente. En esto último está espléndida la Giunia de Patricia Petibon, justa en algunas coloraturas, porque son imposibles, pero lejos de las de Bartoli o Gruberova en sus grabaciones y siempre con personalidad y expresividad arrolladoras. Inga Kalna resuelve con suficiencia las de Lucio Cinna, al igual que Silvia Tro Santafé las de Cecilio. María José Moreno brilla en el papel de Celia y Kenneth Tarver supera su difícil página. Brilla la homogeneidad y se agradece.
Una buena representación e interesante, ovacionada por quienes que se quedaron hasta el final, pero más idónea en medio de esta temporada «especial» que abriéndola. Gonzalo Alonso

 

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