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Por Publicado el: 28/04/2009Categorías: Artículos de Gonzalo Alonso

Enrique Franco, un adiós desde el silencio

Enrique Franco, un adiós desde el silencio

En la tarde del lunes 27 de abril falleció Enrique Franco en la Clínica de la Concepción de Madrid. El decano de los críticos españoles nunca se recuperó de la desaparición de Ana Marí, la esposa compañera de vida y casi hasta de profesión, pues Enrique tenía en gran consideración su buen criterio musical y ella le ayudaba a mantener en orden la inmensa biblioteca de su casa de Fernán González. Cuatro años después y tras muchos meses de reclusión voluntaria se nos ha ido también él. En 2007 la Fundación Albéniz publicó una recopilación de artículos con el nombre de “Escritos musicales” a cuya presentación ya no quiso acudir el autor a pesar del inmenso cariño que profesaba por la institución de la que era alma y consejero desde su constitución. Meses antes también había dejado de acudir a los conciertos, aunque Paloma O’Shea le colocase un coche de puerta a puerta, y quizá estuviese tan alejado ya de ellos como para afortunadamente no ver la caída en picado en prensa de lo que había sido buena parte de su profesión como crítico titular de El País desde su fundación.

Se había dedicado a la crítica en Arriba desde los años cincuenta, para más tarde colaborar en la SER y, desde 1966, en Radio Nacional de España, de cuya emisora clásica fue creador y director y desde la cual, junto con la Unión Europea de Radiodifusión, prestó un apoyo decisivo a la música española y, en especial, a la nueva creación y a la generación de 1950. Intervino también la la consolidación de las Orquestas Nacional y de la RTVE.

Seguidor de Adolfo Salazar e investigador de Falla y Albéniz, ayudó en su carrera a jóvenes de actividades muy diversas: desde compositores como Ramón Barce, José Ramón Encinar o Alfredo Aracil, a pianistas como Rosa Sabater o cantantes como Montserrat Alavedra o Ángles Chamorro.

Enrique era una de las personas más cultas que uno ha podido conocer, capaz de interconectar y relacionar no sólo las diferentes artes entre sí, sino también con la sociedad y la política, cualidades que le convirtieron en un gran conversador, inagotable y amenísimo. De él se podía aprender de todo.

Las incompetencias y faltas de criterio del mundo en que vivimos le impidieron obtener reconocimientos como un Premio Nacional de Música y las mezquindades del medio le apartaron de un sillón en la Academia de Bellas Artes, que nadie le habría negado si no hubiera sido por la descabellada idea de que fuese precisamente el que dejó vacante Antonio Fernández Cid, otro de los pesos pesados de la profesión y competidor acérrimo. Hay en la misma, por cierto, quien merece lo uno y lo otro y tampoco se han dignado en concedérselo. A tiempo están todavía. Gonzalo Alonso

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